Boyeruca es un pueblito olvidado y, según dicen, el chupacabras anda suelto por ahí. Suficiente atractivo para que Anaís y Corbata, su salchicha, visitaran el lugar con ese afán morboso que tienen los lugares que esconden secretos. Al menos, el paseo sirvió para caminar por la playa.
Antes de volver, Anaís pasó a comprar un par de empanadas al puesto de la señora Marta. La vieja quedó enamorada de la perra.
─¡Si se ve tan rica!
La tomó y la besó con tantas ganas que parecía que se la iba a comer. Un borracho las interrumpió.
─Buenos tardes, mijita. ¿Qué hace tan sola por acá?
Corbata gruñó con la espalda erizada.
─Pórtate bien, Fierro ─dijo la señora Marta─. No vaya a ser que te salga el chupacabras.
─Pásame unas empanadas mejor, vieja.
Y se fue arrastrando los pies con su bolsa de empanadas bajo el brazo.
─Momento de volver ─dijo la vieja con una larguísima sonrisa─. La carretera no es segura de noche y nadie se preocupa por un muerto en un pueblito olvidado.
Anaís se preguntó si la empanada no habría sido hecha con carne seca por el chupacabras. Una delicia macabra.
Mientras conducía de vuelta, relajada tras la aventura, Anaís intentó darle un mordisco a su comida cuando el auto quedó en panne en medio del bosque de eucaliptus, justo a la salida del pueblo. No había señal de celular así que, fastidiada por su mala suerte, bajó junto a Corbata y sus empanadas, y caminaron. Esperaba encontrar a un buen samaritano que las llevara antes de que oscureciera.
Pero nadie visita un pueblo olvidado. Caminaban solas en medio del bosque.
Un ruido las puso en alerta. El camino entre los árboles se veía largo y vacío por ambos extremos. Perseguida por el susto, y por las advertencias de la señora Marta, Anaís apuró la marcha.
Confiaba en salir del bosque antes que anocheciera. Pero los ruidos la persiguieron. Caminó más y más rápido, casi trotando, con los vellos erizados de los nervios. Corbata volteó la cabeza una y otra vez, como si quisiera avisar sobre el peligro que asechaba.
De pronto, una rama se quebró a espaldas de Anaís. Corbata giró completamente y ladró con el pelo tan erizado como el de su ama.
─¿Quién es…? ─dijo Anaís.
El silencio largo, insoportable, fue interrumpido por la marcha de unos pies arrastrándose.
─Buenas tardes, mijita. ¿Qué hace tan sola por acá?
El Fierro apuntaba a Anaís con un largo cuchillo. Anaís retrocedió un paso.
─Le juro que me voy a portar bien si usted y la perra se comportan.
El borracho sonrió con impunidad. Corbata chilló y escondió el rabo entre las piernas. Sin embargo, ignoraba al Fierro. Su atención estaba completamente capturada tras los árboles al costado del camino.
Anaís, siguiendo su instinto, siguió la mirada de la salchicha. El horror bajó como un hielo por su espalda. El Fierro era la menor de sus amenazas.
El borracho avanzó un paso y, sorpresivamente, se arqueó hacia atrás, paralizado. La señora Marta, con enormes ojos negros y una amplia sonrisa de dientes afilados, lo afirmaba por la espalda con unas enormes garras afiladas.
─Te dije que te portaras bien, Fierro.
Le mordió el cuello y le chupó la sangre.
Anaís y Corbata corrieron hasta el puente Lo Valdivia sin mirar hacia atrás. Por suerte, un vehículo rumbo a Santa Cruz las llevó de vuelta a su hogar.
Días después buscó un asesinato, una muerte sorpresiva o alguna señal en las noticias.
Nada. Y tenía sentido porque, ¿quién se preocuparía de un muerto en un pueblito olvidado?