Carlos Rojo, senador de la República, miraba la protesta sobre la falta de alimentos en el país desde su balcón con suma preocupación. Tomás Amarillo, también senador, arrancaba con los dientes la carne del dedo desprendido de un niño perdido en su distrito.
─Nunca es suficiente para ellos ─Amarillo hablaba con la boca llena.
Las cosas no andaban bien. La crisis política y social estaba en su límite y la gente empezaba a morir, literalmente, de hambre. Cuando estalló todo, primero comenzaron los incendios y las batallas campales entre manifestantes y policías, con la esperanza ridícula de dañar a la autoridad a través del incendio de los inmuebles que ni siquiera pertenecían a la clase política. Ahora, y después de tanta pelea sin ningún resultado concreto, ninguno de los bandos casi podía mantenerse en pie por el hambre. Y para los vampiros era un problema porque, claramente, las vacas flacas no ofrecen buena comida.
El descaro e irresponsabilidad de Amarillo al ver al rebaño famélico hacía que Rojo arrugara el ceño al límite de la jaqueca.
─Cambia la cara, Carlitos. Hay mucha comida para nosotros allá abajo.
Es lógico que luego de un arduo día de trabajo solo quieran relajarse, sobre todo después de las largas sesiones en la cámara, donde todo el mundo buscaba tener la razón en el nombre del “pueblo”; una forma poética de cuantificar los beneficios económicos. Los vampiros también buscaban lo mismo: el ganado feliz se asimilaba mejor. Pero por las noches, Rojo se relajaba al alero del balcón, mirando pasar los autos de la ciudad acompañado de un Cabernet.
Cuando “ganaba” en una discusión importante, le mezclaba un poco de sangre. Aunque, últimamente, solo tomaba vino.
¿Por qué los seres humanos son tan voraces con su propia especie? ¿O, peor, con sus propios recursos? Primero fue el secuestro del agua. Luego, la defensa de los productos agrícolas, donde cada uno era más esencial que el otro. Obviamente, si definimos que lo considerado “esencial” correspondía a la propiedad de cada político de la cámara, sin importar el partido.
Ahora, con el desastre y sin escuchar a los ecologistas, el hambre acecha…
Independiente de los problemas, a Rojo le encantaba mantener esa rutina: su naturaleza tras la oscuridad y la visibilidad de un personaje admirable al mismo tiempo le permitía no exponerse más de lo necesario para alimentarse. Sin embargo, su estilo de vida requería de responsabilidades: mantener una situación acomodada y de poder les permitía coexistir entre los seres humanos sin tener que revelar su verdadera condición. Así que trabajaban en ganar poder. Lo necesitaban si querían seguir alimentándose del rebaño.
─¿Es que acaso no les basta que trabajemos todo el día? ─alegaba Amarillo─. ¿También quieren la noche?
Rojo cerró los ojos y se sobó la sien. Los vampiros no necesitaban dormir durante el día, así que lo aprovechaban en trabajar; y usaban la noche para dar rienda suelta a sus atrocidades caníbales. Sin embargo, las protestas interrumpían las bondades de la oscuridad y ni siquiera había momento para que sus cazadores pagados, la servidumbre, saliera a buscar comida, al menos hasta que las cosas se calmasen un poco.
El hambre; un horrendo problema de gestión. Ni siquiera querían ceder y usaban las protestas a su favor. Un día eran limones; al otro, el pan. Así se turnaban, y así se reían. Quizás sería necesario alimentarse de otros engendros políticos que, aunque no fueran vampiros como ellos, seguían alimentándose de los recursos de las personas sin siquiera pensar en el futuro, como parásitos que asfixian a su hospedero.
Que asco relacionarse con esa clase de chupasangre. Ciertamente, la humanidad está llena de monstruos peores que un vampiro.
─Ojalá pudiera dormir ─dijo Rojo─. Hace mucho que no lo recuerdo.
─Quién necesita ser una oveja cuando puedes ser lobo ─Amarillo tiró el hueso por la ventana al patio.
─¡Idiota! ─Rojo casi saltó de su asiento─. ¿Por qué tiraste el hueso? ¿Quieres que nos descubran?
─Los sirvientes lo recogerán. Para eso les pagamos ─Amarillo esbozó una amplia sonrisa llena de colmillos.
Lo bueno es que los sirvientes, una tropa de asesinos y psicópatas con bonitos uniformes, nunca preguntaban. Su contrato incluía cuantioso dinero y la permutación de sus sentencias a cambio de acción y discreción absoluta. Sin duda, Rojo sabía que eran la base de su plan de vida. Ni siquiera recordaba cuándo había cazado por última vez.
Mantener asesinos era lo mejor; sobre todo si pensaba en mantener controlado el espíritu afilado de Amarillo, quien tenía la tendencia a descontrolarse violentamente como un vampiro recién engendrado. Y nunca cambiaba.A veces parecía más una pantera vestida de etiqueta que un político curtido.
A la gente le encantaba su fiereza para discutir proyectos.
─Te estás poniendo viejo, Carlitos ─Amarillo le dio una palmada en la espalda a Rojo─. Si sigues así, ni siquiera van a elegir por ti para “ayudarles” otra vez.
─Se nos acabará la comida también, Tomás.
─Fatalista. Quizás un asado de intestino te quite el mal humor.
Amarillo giró un poco la cabeza y silbó como quien silba a un perro. Pero no apareció nadie.
─Me parece que los empleados se quedaron sordos ─Amarillo buscaba con la mirada desdeñada, sin acercarse─. ¡Hey! ¿Alguien puede oírme?
Rojo seguía ensimismado en la protesta, con justa razón.
─No te van a hacer caso.
─Son mis sirvientes. Si quiero, me los como.
─Si los devoras te quedarás sin sirvientes. Nadie irá a cazar por ti.
─Aún no le encuentro lo malo.
─Sus familias preguntarán. Los buscarán. Llegarán aquí. Y así como están las cosas…
─¿Qué mierda te pasa, Carlos? ¿Ahora sientes simpatía por la comida?
Amarillo se dirigió ofuscado hacia la cocina y regresó con los restos del chico perdido.
─No hay nadie en la cocina ─dijo Amarillo cuando regresó, algo confundido─. Y no queda más comida que un brazo y el páncreas.
Amarillo miró la entraña con desánimo. Los vampiros también pueden ser mañosos.
─Mierda ─la expresión de Rojo cambió de la seriedad al más profundo terror.
─¿Un garabato? Déjame ver. Debe ser algo importante…
Cuando Amarillo miró el balcón, también se quedó pasmado.
Los miembros de la servidumbre, y sus bellos uniformes, se adherían a la protesta y usaban pancartas. “AMARILLO Y ROJO, CÓMANSE ESTA”. El resto del papel estaba adornado con el dibujo de un falo claramente exagerado.
A Amarillo no le parecía una mala idea. Asado sonaba delicioso.
─Me encanta la preocupación de nuestra servidumbre.
─Tengo hambre ─Rojo se levantó de su asiento con la voz ronca y el rostro atravesado por el pánico─. Y no hay nadie que cace para nosotros.
Tomás Amarillo, en cambio, sonrió entusiasmado.
─Por fin podremos comportarnos como lo que somos.
A él le encantaba compartir con el rebaño mientras elegía su comida.
“Dejaré que haga todo el trabajo si soluciona nuestro problema ahora”, se dijo Rojo a sí mismo. “Incluso dejaré que Tomás juegue con esos traidores. Ya mañana veré cómo resuelvo sus reemplazos.”
Si es que podía confiar en alguien con hambre. No sería tan difícil si, extrañamente, Rojo confiaba en un vampiro de una creatividad sórdida como Amarillo.
Media hora después, en medio de la protesta, ambos vestían disfraces de ellos mismos, con grandes cabezas, llenos de graffitis ofensivos y carteles ad hoc a la ocasión. Dentro de esos disfraces hacía mucho calor.
Y hambre.
─Esta debe ser la mejor idea que he tenido ─Amarillo reía encantado.
─No me apetece la idea de ensuciarme las manos ─respondió Rojo.
─Si hubieras peleado en la guerra…
─Por suerte nací en una época más civilizada.
─Está en tu naturaleza, galán ─le dio un codazo─. Disfrútalo.
Pero Rojo poco caso le hacía. Estaba perdido entre la multitud como quien se pasa largo rato en la carnicería escogiendo el mejor trozo de carne. Amarillo, sin mucho que hacer, le siguió.
Un tamborilero. No, no le gustaban los animales sudados. Quizás un dirigente. Eso le quitaría algunos problemas en el futuro. Aunque tampoco era buena idea; todo sería demasiado llamativo.
─Se me antoja algo tierno ─dijo Amarillo.
Un niño reía, bailaba y saltaba al ritmo de “nos comeremos al poder”, inconsciente del dolor de su madre que con suerte respiraba. Sonreía pese a tener el rostro famélico atravesado por el ardor de un estómago vacío. Rojo imaginó que no quería preocupar a su hijo. El niño la abrazó.
─Eres un animal, Tomás.
Un hombre fornido pasó frente a ellos. Musculoso. Aunque no se veían, ambos arrugaron el rostro; odiaban los esteroides.
Rojo suspiró. Las vacas, además de flacas, ni siquiera eran apetitosas. Y el hambre pronto lo haría entrar en frenesí. Eso era la peor pesadilla de un vampiro escondido tras un puesto de poder con privilegios como Rojo. Debía darse prisa: el descontrol de un vampiro es total. Si daba un paso en falso, toda su clandestinidad de décadas se iría a la basura.
Y pensar que la gente ni siquiera sospechaba que de verdad existían.
Repentinamente, algo lo animó. De hecho, si tuvieras olfato de vampiro quizás habrías sentido el agradable cambio en el ambiente. Un aroma dulce, algo ácido, como el de las frutas maduras y en su punto, se esparcía alrededor. Ambos vampiros inspiraron y suspiraron como dos enamorados: una joven unos 20 años, morena, de aspecto delgado y paso bailarín, avanzaba entre el grupo de manifestantes junto a sus amigas, todas de pelo teñido de un color distinto, menos ella.
Ambos vampiros babeaban como perros hambrientos.
Sin perder tiempo, se acercaron al grupo moviendo las manos con sus disfraces corpóreos e invitando a las chicas a una breve sesión de fotografías. Ellas, encantadas, aprovecharon la ocasión para posar un rato con sus pañuelos naranja. Poco a poco, los vampiros rodeaban a su presa y la amansaban, siempre con la excusa de una foto.
Pero los jóvenes se aburren rápido y, luego, las fotografías ya no eran tan entretenidas. Sin embargo, otras personas, menos apetitosas, se acercaron a los políticos disfrazados de sí mismos para ser inmortalizados en imagen. Ocupados y preocupados, los vampiros veían cómo las chicas se alejaban entre la multitud.
─Necesitamos ir tras ella ─susurró Rojo.
─Te entusiasmaste, ¿eh? ─la risa de Amarillo era ronca como la de un cuervo.
Pero nadie puede retener a otra persona sin despertar miradas sospechosas. Cuando Rojo intentó retener a la chica con la mano, aparecieron alrededor algunos “defensores” que, al igual que ellos, las seguían hace rato y buscaban la excusa perfecta para hacerse notar casi con el mismo ánimo de perro hambriento.
Entre animales se reconocen.
─¡Aprieta! ─gritó Amarillo.
Amarillo se lanzó entre el grupo de chicas y cayó sobre algunas de ellas. La confusión hizo que rápidamente lo rechazaran y lo atacaran como a un vulgar acosador. Los otros manifestantes también reaccionaron y pronto se armó una batahola de golpes, choques y gritos. Rojo afuera no entendía mucho hasta que, inesperadamente, la chica de buen aroma salió expulsada por un empujón. Era la oportunidad que esperaba.
Rojo la envolvió con el fortísimo abrazo de vampiro con tanta vehemencia que hizo que casi se durmiera al instante por la falta de aire. Se la llevó a vista de todo el mundo que, confundido por la trifulca, ni siquiera se percataron del secuestro.
Unos minutos después, Amarillo se abrió paso entre la multitud y se alejó. Algunos manifestantes que se habían metido lo empujaban para que se alejara. Hasta un par de patadas le propinaron, pero eran patadas de oveja. Nada.
Antes de que las jóvenes del grupo se dieran cuenta de que su amiga estaba perdida, Amarillo se escabulló entre las calles laterales, se sacó la gran cabeza de su traje y olisqueó el ambiente.
Una floral y apetitosa sangre fresca no muy lejos de allí. Hermoso.
Cuando llegó al banquete, un par de minutos después, vio a Rojo lleno de sangre totalmente ensimismado con el corazón de la joven atravesado entre sus colmillos. La joven en el suelo murió tan sorprendida y asustada que parecía que todavía estaba viva. Solo sus ojos apagados delataron la presencia del deceso. Seguramente, gritó de forma terrible, pero nadie la oyó entre las vociferaciones de la protesta.
Amarillo se convenció de que su amigo era el peor vampiro del mundo. Solo un asesino principiante malgastaba la sangre de esa forma. Si no fuera por la capacidad de manipular a los demás, Rojo jamás habría sobrevivido como cazador en un mundo que todo lo ve. Le faltaba práctica. Y silenciar a sus víctimas.
─¿Está rico, galán? ─preguntó Amarillo─. ¡Mmm…! Huele delicioso.
Rojo siguió comiendo. No hablaba con la boca llena.
Amarillo sonrió y decidió disfrutar del momento, como siempre. Se acercó a la víctima, la tomó del pelo y, gracias a su extrema fuerza vampírica, arrancó la cabeza de la chica de sus hombros. Se deleitaba chorreando la sangre del cuello sobre su lengua enloquecida por la sangre.
Un grito de horror interrumpió su momento de placer.
─¿QUÉ LE HICIERON A VALENTINA?
─Me parece adorable que estas cosas tengan nombre ─Amarillo susurró a Rojo y levantó la cabeza hasta que pudo mirarla directamente a los ojos─. Con esa carita, podría habermela tirado antes de matarla.
─Cállate, por favor ─dijo Rojo, algo ofuscado y avergonzado por el comportamiento animal de su compañero─. Intento pensar en algo.
Rojo todavía no podía entender cómo Tomás Amarillo, con la sensibilidad de un cactus, podía dedicarse a la política al igual que él.
La gente se reunió entre ambos y vociferaba enardecida, luego sorprendida, a ratos horrorizada y, finalmente, llena de odio hacia los dos vampiros.
─¡Esos son los políticos!
─¡Ratas!
─¡Asesinos!
─Baja la cabeza y pon cara de arrepentimiento ─ordenó Rojo─. Y no se te ocurra sonreír, imbécil.
─Mírate la ropa y después me culpas…
─¡Y suelta la maldita cabeza!
Tomás sabía que no se juega con la comida. Sin embargo, no soltó la cabeza, encaprichado como un niño con su juguete favorito. Pero Carlos no podía juzgar a su amigo: todas las posibilidades de pasar desapercibidos entre el rebaño se habían desvanecido porque él, Carlos Rojo, vampiro de 92 años de edad, no pudo controlarse cuando debía asesinar a una presa para alimentarse de ella.
Qué humillación. Consumar su peor miedo y, además, sentirse avergonzado por su propia falta de elegancia.
Por suerte, el miedo evitó que alguien de la multitud se acercase a ellos. Sin embargo, una vez que la gente se reúne, se envalentona. Y de a poco caminaron hacia ellos, dubitativos y asustados, dispuestos a hacer lo que el deber les encomendaba: enfrentarse a castigar a un asesino voraz cubierto de sangre.
Uno de ellos, un esperpento cincuentón de bajo tamaño y los pantalones sueltos se acercó nerviosamente, dispuesto a golpearlos. Estiró la mano, pero se arrepintió ante la mirada salvaje de los vampiros. Ninguno más quiso avanzar.
Intentando disimular su cobardía, el manifestante habló:
─Hijo de…
─Lo lamentamos ─interrumpió Rojo─. Nosotros tampoco lo estamos pasando bien.
Amarillo se tapó la boca con una fingida sorpresa. Sino fuera un maestro en el arte de disimular, habría reventado muchos tímpanos con su risa negra como la podredumbre de su alma.
─La crisis del hambre también nos afecta a nosotros ─continuó Rojo, haciendo eco de su diplomacia política─. Trabajamos para solucionar el problema.
─¡Psicópata! ─gritó uno.
─¡Asesino!
Amarillo abrió la mano y la cabeza de la joven hizo un ruido húmero en el pavimento.
─¡Chicos! ¡Por favor! ─interrumpió Amarillo─. Nosotros también tenemos hambre.
─¡Mentiroso!
Amarillo se enfrentó a la multitud, indignado.
─¿Y tú crees que nos gustó hacer esto? ─miente, Amarillo, miente─. Esto no nos enorgullece. No lo hicimos por placer. Pero tenemos hambre. El hambre impulsa a todos a hacer cosas salvajes.
Hizo un par de sollozos. Increíblemente, los manifestantes se calmaron. Le creyeron.
─Nosotros somos igual que ustedes ─continuó en un hilo de voz lastimera─. Venimos de entre ustedes. Son ustedes los que nos eligen. Y por eso conocemos su realidad ─carraspeó un poco y continuó más sereno─. Las cosas no han sido fáciles para nadie y, pese a todos nuestros esfuerzos para cambiar la situación, los infelices que nos gobiernan aún no nos escuchan. ¡Y nos están matando de hambre! ¡A todos!
─¡Viven como reyes! ─replicó uno.
─¿Y de dónde sacamos la comida? ¿Ah? ─Amarillo los enfrentaba con valentía─. ¿Comerían dinero?
─¡Perdimos nuestros trabajos y no andamos matando a nadie! ─dijo otro.
─¡Miserables!
─Por favor ─Rojo intentó calmar la discusión con ánimo sereno─, necesitamos de su perdón. La vergüenza es indescriptible…
Y se interrumpió entre sollozos muy convincentes.
A pesar de que cualquier explicación no exculparía a los vampiros de ser descubiertos in fraganti, Rojo se aferraba a la posibilidad de que aún creyeran que eran caníbales por necesidad y no monstruosos vampiros cuyo único fin era ser cazado por primates hambrientos.
─Si tienes tanta vergüenza, ¿por qué había un dedo de un niño en el patio de tu departamento, hijo de puta?
Rojo miró a Amarillo con tanta furia que pudo arrancarle la cabeza en ese mismo instante. Pero entre los vampiros hay códigos. “Devorar juntos” es su lema.
─¡Sangre! ¡Sangre de chupasangre!
─¡Sangre de chupasangre!
─¡Sangre de chupasangre!
Toda la multitud empezó a repetir “sangre de chupasangre” hasta que se convirtió en el nuevo cántico popular. Atrás, a lo lejos, afloró el olor de las mechas empapadas de gasolina.
─¿Dónde está la policía cuando uno la necesita? ─dijo Amarillo.
─Con hambre ─dijo Rojo, con los ojos absortos en la muchacha asesinada.
Carlos Rojo, el senador, se dirigió a su colega Tomás Amarillo con una expresión muy, pero muy seria; casi como un pésame.
─Nos van a quemar, Carlitos.
Rojo suspiró, derrotado.
─Siempre pensé que cuando uno no puede con las personas, se debía unirse a ellas.
─Nosotros no somos personas. Pero mírale el lado bueno: Al menos no tendremos que fingir en un buen tiempo.
Amarillo sonreía como un niño chico. La bestia estaba desatada y lista para tomar su lugar.
─Tomás ─dijo Rojo, con un aire de nueva esperanza al ver a su colega y amigo─, cuando peleaste en la guerra, ¿lo disfrutaste?
Amarillo sonrió complacido. Casi podía leer la mente de su amigo.
─Aprendí a relajarme. Te recuerda que somos lobos en medio de las ovejas.
─Ojalá fuera tan simple.
Ambos adoptaron una postura agresiva espalda con espalda, como dos animales dispuestos a destrozar lo que encontrasen a su paso. Dos engendros, dos demonios. Dos putos vampiros entregados a su instinto de matar.
Arriba, las molotov giraban en dirección a los dos senadores. Ellos, veloces, dejaron que se encendieran tras su sombra mientras atacaban ferozmente a la multitud de ovejas clamando por comida.
Cuando las cosas se complican y todos tienen hambre, son los más fuertes quienes se comen a los débiles, sin ninguna consideración ni consciencia.