No sé por qué llegué a Algernon Blackwood. Me pareció que, después de leer «sobre lo sobrenatural en la literatura» de H. P. Lovecraft, sería una buena referencia para entender las alabanzas de Lovecraft sobre este autor.
Cuando leí «Los Sauces» lo comprendí. Es, sencillamente, maravilloso.
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Dos suicidas se colgaron en el «patio» de mi casa. En ese tiempo vivía en un fundo, y mi patio colindaba con potreros con vacas pastando, un barrial de cría de chanchos por otra, y los enormes árboles de nogales, castaños, robles y peumos que hicieron tan atractiva la idea de colgarse para esos pobres desdichados. Tenía cinco o seis años.
Lo malo es que no me dejaron ver a ninguno de los dos, de la misma forma en que no pude ver cuando mi padre descargó la escopeta en la cabeza de mi perro cuando enfermó y amenazó con matar a cualquier cosa que se acercase en su locura.
La Muerte es un asunto fuerte. Pero, cuando uno es niño, no comprende el afán por ocultar algo que parece una ley natural, pese a la tragedia que podría envolver el término de la vida.
Quizás es eso, la perspectiva de una tragedia, lo que introduce el miedo a la Muerte en las personas. Temen que ese miedo se contagie hacia los demás.
Y empieza la película de terror: ¿Cómo nos deshacemos de esta penuria? ¿Cómo huir del destino que nos depara el fin de nuestros días y, en varios casos, de forma traumática?
Una chica tiene tantos quehaceres en su hogar que termina muerta en vida. Su pasión, los dibujos, le darán el coraje para superar todo.
Si aparece la llorona, de verdad, no tengo idea qué hacer. Nadie sabe qué hacer, sino hace rato que habría dejado de atormentar a la gente. Pero a menudo me gusta fantasear sobre las alternativas que existen para deshacerse de un alma en pena.
En ellas encuentro una reflexión interesante sobre el por qué los fantasmas nos persiguen. Y, quizás, como combatirlos.