Gerardo suspiró en la triste soledad de su sillón. Llevaba horas así. En el pecho solo sentía un vacío insaciable, y nada más podía sentir si ni siquiera tenía un perro que le ladrase. Había vivido toda su vida así, y no tuvo más remedio que aceptarlo. Esa voracidad en el corazón, de no saber qué, le hacía imposible tener relaciones: amenazaba con devorar a los demás. Era mejor así. De hecho, cuidaba con celo de su terrible soledad, porque no quería que las cosas terminasen otra vez en una calamidad, no solo para él sino también para los demás.
Se sobó la sien con los ojos cerrados. Tuvo un estremecimiento al pensar en el frío, el vacío y en mucha sangre.
Despertó con el ruido del timbre. Tocaba y tocaba, con impaciencia. Se levantó furioso. Acercó un ojo a la mirilla. Era Luna, la chica nueva. Esperaba con la inocencia de una niña de seis años junto a unas pesadas bolsas de supermercado. La dulzura era propio de ella. Era lo que le encantaba de ella. Sin embargo, no encontraba explicación a su visita.
O sea, era lógico que alguien quisiera contactarlo tras su desaparición del trabajo, argumentando razones médicas. Psiquiátricas, en realidad. La imposibilidad de conseguir amigos debido a su condición le estaba afectando y, aunque probablemente el psiquiatra nunca comprendería su extraña condición, las visitas médicas le servían para obtener licencias con las que justificar su tácita soledad.
No obstante, había dejado claro en conserjería que no quería visitas. ¿Qué iba a hacer ahora?
No contestaría. Eso bastaría. Dejaría correr los minutos hasta que se fuera.
—¡Gerardo, sé que estás ahí! ¡El conserje me dijo que estabas adentro!
Empuñó las manos. Mataría al conserje apenas tuviera oportunidad.
—No puedo atenderte.
—Ábreme, por favor…
Esos enormes ojos azules eran irresistibles. Con eso resolvía todo. Seguramente, el conserje también habría sido víctima de su ternura.
Descorrió el cerrojo y abrió. Como era costumbre, puso las manos frente suyo para evitar un abrazo espontáneo. Ella, a sabiendas de su comportamiento huraño, saltó como un resorte hasta quedar detras de él, entrando a su departamento antes de que Gerardo la echase de ahí.
—¡Oh! ¡Estás muy delgado! —Luna abrió los ojos como platos por la sorpresa, y luego sonrió satisfecha—: Menos mal traje cositas para comer.
—No tengo hambre.
—¿Ni siquiera ganas de conversar conmigo? —hizo un puchero—. Te he echado de menos.
“Yo también”, quiso decir. No obstante, no dijo nada en un último intento para que se fuera.
—Traje vino.
Veinte minutos después, y pese a los malísimos intentos de Gerardo de parecer serio y aburrido frente a su carismática acompañante, ambos reían con las nuevas anécdotas de la oficina.
Luna era maravillosa. Llevaba poco más de dos meses en el trabajo, pero ambos ya habían compatibilizado muy bien, aun a la vista de los envidiosos de sus compañeros quienes no dejaban de deslizar, a tono de una pésima broma, que una chica tan guapa jamás debería fijar los ojos en un huraño solitario como él. Gerardo hubiera deseado que ella lo creyera, pero no podía alejarse de Luna por más que lo intentase. Ella no lo permitía. También lo buscaba.
Ambos compartían el gusto por el orden, los vinos y los valores sobre el esfuerzo. Luna admiraba la capacidad de salir adelante de Gerardo. Era un trabajólico. Eso le valió algunos ascensos y, si seguía así, probablemente valdría una jefatura. Lo tomaba como un ejemplo a seguir.
Luna no sabía que Gerardo trabajaba porque no tenía nada más que hacer. En la imposibilidad de llenar su interior, prefería llenarse los bolsillos de dinero.
—Deberías tener un gato —dijo ella.
Gerardo negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
—No lo entenderías.
—No sé cuál es tu obsesión por estar solo. No pareces feliz con eso —la voz de Luna se quebró, aguantando un nudo en la garganta—. No me gusta; no es sano.
En ese momento de intimidad, ella le contó que toda su vida fue discriminada por otras mujeres debido a su carácter inocente. La convencieron de llamarse tonta a sí misma, lo cual originó un profundo sentimiento de inseguridad. Para evitar los problemas, tomó el camino de guardarse las cosas sin decir absolutamente nada; pero, más tarde, al finalizar la universidad, explotaba en contra de todo el mundo, desencadenando una vorágine de odio que acabó con casi todas sus relaciones personales.
Por la forma en cómo Luna hablaba, cabizbaja y con los ojos al borde de las lágrimas, Gerardo dedujo que fueron momentos duros. Ella asumió que debió enfrentar esas culpas, arrepentida de su mal comportamiento. Sin embargo, ninguna de esas personas quería saber nada de ella.
Todavía sentía la necesidad de pedir una disculpa a quienes hirió. Ya no podía. Al igual que él, tuvo que acostumbrarse al vacío.
—Nadie merece estar solo. ¿Lo comprendes?
Se contuvo de abrazarla. Habría pagado para traspasar la barrera de la intimidad entre ambos, mas el nacimiento de esos instintos emocionales haría que el vacío se desatase, volviendo la situación un peligro alarmante.

—No necesito saber esto —dijo Gerardo, casi mordiéndose la lengua.
Ella miró al suelo con decepción.
—Lo siento. No quiero dañarte —la culpa en Gerardo casi lo mató. Intentó hacer que Luna lo mirase a los ojos—. No quise decir eso. Perdona…
Ella lo interrumpió.
—Me gustas.
La repentina confesión de la chica hizo que Gerardo se levantase de su asiento como un resorte y se alejara a paso largo al otro extremo de la sala.
Tragó saliva.
—Necesito que te vayas —replicó casi sin aliento.
Luna, motivada por el alcohol y la rebeldía, se acercó a él hasta un límite peligroso. Gerardo notaba cómo la insensibilidad en el interior de su pecho se hacía cada vez más fría y despiadada.
—Es mentira. Lo sé por tu mirada.
—Luna, detente, por favor…
—Hay algo en ti, algo que muere por salir. Quiero que me lo cuentes.
—Luna, en serio —Gerardo trató de retroceder, pero ella se acercó más—. No es lo que tú crees.
—¿Qué es lo que ocultas? ¿Por qué no puedes confiar en mí?
Gerardo retrocedió. Ella se acercó aún más.
—Eres una buena persona —la voz de Gerardo subió una octava por la desesperación—. No quiero hacerte daño.
—¿A qué le temes?
—¡A mí!
Ella le puso una mano en el pecho en señal de compasión. Ese fue el botón de no retorno.
Lo que sucedió a continuación ocurrió tan rápido que Gerardo no tuvo tiempo siquiera para reaccionar. Nunca alcanzaba. El vacío era veloz y extremadamente violento como el depredador más despiadado.
Su pecho se infló como una ardiente erupción volcánica. Los botones de la camisa saltaron por la estancia. La cosa insensible, esa mancha negra voraz, se abrió violentamente como una boca negra y pestilente. Abarcaba desde la base de su cuello hasta el plexo, llena de dientes diminutos y mortíferos. Saltó hacia la inocente Luna, rodeó la rubia cabellera con sus mandíbulas y se cerró. Tras el crujido, el cuerpo inerte y decapitado de la chica se desplomó en el suelo, dejando una lago creciente de sangre que brotaba de su cuello.
—¡NO!
Gerardo gemía de rabia y pena mientras la mancha de su pecho adormecido masticaba sonoramente los huesos del cráneo de la pobre y dulce chica, provocando espasmos incontrolables en todo su cuerpo.
No le dolía el corazón. En realidad, su pecho frío no sentía nada, lo cual era más molesto aún para Gerardo. Esa mancha voraz, su marca maldita de nacimiento, jamás se llenaba. Era como un agujero negro cuyo paradero sería una dimensión desconocida de muerte y desazón. Pronto terminaría de digerir la cabeza y continuaría con el cuerpo hasta borrar a su presa de la faz de este mundo.
Pasó con tantos amigos de la infancia. Con sus mascotas. ¡Con sus padres! Y, ahora, había apagado la sonrisa de la inocente Luna. La fría y gris soledad reconquistó violentamente su vida. Podía sentir otra vez esa hambre voraz de afecto, escondida detrás de otra hambre infernal y pestilente de un universo desconocido.
Se arrodillo y abrazó lo que quedaba de Luna para que la bestia voraz terminase a su presa. No se llenaría de Luna; sin embargo, confió en que alimentándose de ella pudiera extrañarla un poquito menos, pues ahora debería extrañar su experiencia más cercana a la intimidad con otra persona por culpa de un vacío voraz.