Cuento – «El Líquido Azul»

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Tras una larga y prohibida travesía, Franco se detuvo en medio de la Avenida Principal. Cerró los ojos e inspiró el aire olvidado de la ciudad tras la catástrofe. Ya no se sentían restos del químico.

─Ojalá nunca vuelvan ─se dijo a sí mismo con cierta esperanza sobre el destino de la humanidad.

Siguió caminando con su mochila eco-friendly a cuestas, con los ojos maravillados con la sorpresa a través del bandejón central mientras buscaba el emplazamiento de su nuevo hogar. La ciudad ahora era un paraíso vegetal desde los altos edificios hasta la profundidad de las alcantarillas contaminadas. Las plantas, ahora asilvestradas, reclamaron la ciudad y dominaron cada trozo espacio que les permitió crecer y desarrollarse, sea un parque, una avenida, el interior de los salones, bibliotecas, halls y los centros comerciales, y hasta las resquebrajaduras del pavimento. Lo más impresionante era ver el musgo creciendo esponjoso sobre las paredes de los edificios como si estuvieran acolchados.

Un espectáculo de una maravilla impresionante, salvo por el hecho extraño de que toda la vegetación estaba pintada de ribetes azulados: el color del químico tóxico que obligó a todos a abandonar la ciudad hace tres años. 

Pasó cerca de una azalea y tomó una de sus flores entre sus manos, confiando en que el sentido de adaptación de la naturaleza en la ciudad hubiera acabado con las consecuencias nocivas del desastre medioambiental. Estaba tibia y parecía que latía al contacto con sus dedos. Sonrió. La sensación de orgullo henchía su pecho al saber que la naturaleza siempre triunfaba al final. 

La ciudad era la prueba de que el ser humano desaparecería si no cuidaba su ambiente. De hecho, que la ciudad debiera ser evacuada fue culpa de los mismos seres humanos que la habitaron. Franco, quien siempre peleó en contra de los imbéciles que llevaron a la ciudad a su propio abandono, sentía que era el más merecedor de volver a la ciudad y cuidar de ella. Él “entendía”. Confiaba que su conexión con la naturaleza le trajera la bendición de una vida pacífica y duradera.

Porque, según él, a la naturaleza sí le importaban esas cosas.

Lamentablemente, la paz no existía en esa ciudad. Un fuerte temblor meció las hojas con tanta violencia que Franco debió soltar la flor para que no se estropeara. La intensidad se incrementó hasta hacer ondear los edificios durante un par de largos minutos. Cayó de espaldas al suelo y esperó, aferrándose con la fuerza de sus dedos a la tierra para no seguir moviéndose con la fuerza de la ciudad. El vaivén no solo removió el piso, sino que también removió la imagen del pasado, cuando Franco presenció el silenciamiento de los gritos de aquella gente que no fue capaz de huir de los derrumbes. Hasta que el movimiento no se detuvo, no pudo respirar. 

Al fin, suspiró. Dio gracias por no encontrarse en un sitio construido, y gracias a la naturaleza de la ciudad por perdonar su vida. Sin embargo, si quería mantener sus anhelos de sobrevivir y cuidar de la ciudad de otros seres humanos invasores, necesitaría un lugar seguro lejos de los edificios. Mejor no tentar a la suerte. Mejor seguir caminando. 

Apuró sus pasos hacia su destino. Otro temblor más pequeño, como si la tierra se acomodase con su presencia, evocó su instinto de conservación natural a tal punto que Franco empezó a correr sin tener, en realidad, algún lugar a dónde huir. En su mente hervía el sentimiento de no morir aplastado. No obstante, no alcanzó a correr medio kilómetro cuando, de pronto, se detuvo. Y todo su miedo fue reemplazado con rabia.

Estaba parado justo frente al edificio donde trabajaban los responsables de la catástrofe, ahora vacío y deprimente por el paso del tiempo. Aún podía ver a su padre en la oficina de la gerencia ignorando la protesta que Franco dirigía con el fin de impedir la contaminación que su mismo padre provocó. Ningún alegato dio resultado hasta que fue demasiado tarde, pues se impuso esa porfía patética de los idiotas que creen que el “progreso” es sinónimo de “haré todo lo que sea para ganar dinero sin aceptar las equivocaciones”. La gente lo apoyaba. 

Apretó los puños de rabia. Tomó una piedra, se la lanzó al edificio. La ciudad respondió con un nuevo temblor.

MediSols era la empresa química más grande de la región. Daba trabajo a media ciudad y pagaba muy bien por los servicios. Y, obviamente, la gente con dinero está tan feliz que se olvida de fijarse en cosas esenciales como, por ejemplo, de que su misma empresa maximizaba los beneficios vertiendo los residuos de sus procesos en el agua del alcantarillado. Hasta lo justificaban. Eran capaces de desentenderse a tal punto que minimizaban la gravedad del asunto con tal de conservar su trabajo tan bien pagado, e incluso llegaban al punto de ayudar a adulterar los medidores que el sistema de salud del ayuntamiento colocaba en los vertederos para controlar los daños. Tampoco es que controlar los medidores fuera de mucha importancia, pues si alguien era sorprendido, el señor dinero hacía de las suyas en el departamento de salud. Después “desmentían” el secreto a voces en alguna declaración para la TV local, donde la misma compañía tenía acciones y contribuciones por publicidad. Una genialidad macabra propia del gerente general, su padre, quien destinaba una gran parte de dinero en organizaciones, mecanismos, y regalos para evitar los comentarios inconvenientes que pudieran perjudicar su gestión, y que conocía muy bien cómo mantener satisfecha a su propia gente a fin de que lo apoyase. 

Recordó esa mueca burlona de su boca. Una sonrisa de satisfacción. Era respetado, idolatrado, y a él ni siquiera les importaba el bienestar de los demás, ni siquiera el de su madre cuando quedó en estado vegetal tras ingerir agua con algún químico extraño del que nunca nadie, ni médico ni abogado ni detective, supo nada. No; su padre nunca se detenía, ni por nada ni por nadie que no fuera por dinero.

Ni siquiera Franco, su único hijo, fue capaz de tocar su corazón cuando montó una protesta medioambiental durante semanas afuera de su oficina. Apeló al desprestigio mediático, publicó exámenes y mostró evidencias de personas intoxicadas. A pesar de que las protestas lograron que las personas comprasen agua embotellada para mantenerse a salvo; para la mitad de la ciudad que estaba empleada en MediSols parecía algo normal. Lo hicieron ver como una bendición para apoyar la producción local de aguas filtradas y embotelladas que, ridículamente, pronto pasó a ser propiedad de MediSols y, por ende, administrada por las garras de su padre. Así, la consciencia de Franco, el salvador de la ciudad, salía del bolsillo de su padre. Las botas que usaba eran de cuero vegetal de ultra tecnología con un precio privativo que solo su padre podría pagar. Así se lo recordaba cada vez peleaban por el tema, tratando la preocupación de Franco como la de un típico rebelde adolescente.

Franco escupió al edificio. Lamentó no poder volver a ver a su padre. Lo escupiría toda la vida. Cerró los ojos y trató de calmarse. Silencio. Agradable y, a la vez, extraño silencio, después de la invasión del horrible ruido heredado de la inconsciencia de su padre.

La ciudad fue invadida por unas horribles moscas gigantes. Esos bichos horribles, deformes y peludos, se tomaron la ciudad como una de las siete plagas de Egipto. Su zumbido constante era tan perturbador para la mente que llevó a una centena de personas a tratamiento psiquiátrico, y a algunos a la muerte por suicidio. Cabían en la palma de una mano adulta y eran tan grandes y duras que era imposible matarlas con un matamoscas. Y ni hablar del fraude con el spray insecticida. El asunto se tornó tan llamativo que algunos desarrollaron concursos de fuerza para saber quién era capaz de reventar una mosca con las manos. Un espectáculo asqueroso, muy propio de las moscas, y del que todos se reían: los ganadores se revolcaban en vómitos al quedar embadurnados con vísceras blanquecinas y con olor a grasa de cerdo rancia.

Y la empresa química no intervino. Para MediSols era algo normal, algo con lo que convivir. No había caso ser tan alarmista por unas “mosquitas”. Cosas nuevas aparecen en el mundo todos los días, y la ciudad no era ajena a esa naturaleza. 

Hasta que esa misma naturaleza contaminada empezó a matar a las personas. 

Las patas de las moscas transportaban unas amebas muy particulares y que eran depositadas en todos los lados donde esos bichos pisaban. Les llamaron las “comecueros” porque eran tan agresivas al contacto que podían deteriorar la piel con una sarna necrótica e irreversible en cuestión de horas. Se desarrollaron en el agua del alcantarillado y podían alojarse en lugares recónditos, inclusive en algunos centímetros debajo de la tierra. Tenían un color violáceo y luminoso que montaba un espectáculo muy bonito, pero peligroso al interior de las cámaras sépticas. Y si la ingerías, prácticamente no tenías ninguna posibilidad de sobrevivir.

Así que cuidado si una mosca se para sobre tu café.

La gente, afectada, reaccionó. MediSols se llenó de demandas durante las siguientes semanas. Las protestas crecieron y se unieron, milagrosamente, al hijo del gerente; el visionario del medioambiente. Incluso, el conflicto padre vs. hijo y el sentido de los reclamos ambientales se convirtieron en la historia mediática más sabrosa del último tiempo en el periódico local. El problema escaló a tal punto que no había coima que pudiera contra el poder de una turba enfurecida por la injusticia; algo que la gente nunca debiera olvidar aún cuando se siente satisfecha.

Cuando el gobierno local intervino, el gerente se sintió con la obligación de reunirse con la prensa. MediSols dio explicaciones. Dijeron que estaban arrepentidos, que pagarían por los daños causados y que revisarían sus políticas medioambientales de la misma forma en cómo las empresas buscan ponerse a la moda. Y, obvio, se comprometieron a eliminar las moscas con una solución tan ridícula de la misma forma en que seguían contaminando las aguas por puro gusto.

El comienzo del fin. Frente al edificio, Franco suspiró y se obligó a seguir su rumbo. Intuía todos los horrores que aún quedaban en el interior del edificio, y rezó para que se derrumbaran junto con la estructura antes que siguieran haciendo daño a los demás. 

Esperaba que no quedaran rastros del líquido azul.

El líquido azul, la gran solución de MediSols, era un insecticida específico para acabar con las enormes moscas de forma rápida y duradera. Si bien el líquido era tóxico, era volátil y su efectividad estaba asegurada debido a que el líquido continuaría como residuos en las paredes del concreto y alejaría a los insectos por la vía hormonal. Eso sí, la gente debía quedarse por alrededor de una semana en sus casas para dejar que el efecto nocivo del líquido los intoxicara.

Así lo hicieron. Una semana después había más suciedad en las alcantarillas que moscas en la ciudad. 

El júbilo fue total: triunfo de MediSols sobre los errores que ellos mismos ocasionaron y que, obviamente, ningún medio se encargó de resaltar. Por el contrario, quedaron un ejemplo para los problemas del planeta a ojos de los medios internacionales. El orgullo fue tanto que se dieron el lujo de patrocinar la “Fiesta de la Mosca”, una jornada de tres días en todas las calles del centro de la ciudad para celebrar el haber acabado con la plaga. Hasta Franco participó; un error horrible al sentirse cómplice de celebrar el falso triunfo de su enemigo.

Se detuvo nuevamente. Tomó aire intentando contener el pánico del horrible recuerdo de ese día.

La juerga fue maravillosa. Podías bailar a través de las cuadras como en el mejor carnaval. Y trago nunca faltó. Durante los dos primeros días Franco no supo ni qué horas eran hasta que al tercero, justo en el inicio del espectáculo de cierre, comenzó la tragedia: el primero de los numerosos terremotos que sumió a la ciudad al horror de su propia inestabilidad. La torre telefónica, donde se concentraba la mayor parte de la multitud, se balanceaba como un gusano queriendo vomitar hasta que, de pronto, se cortó por la mitad y cayó sobre la multitud que, divertida y borracha, jamás logró darse cuenta de lo que sucedía. Un segundo, risas; al segundo siguiente, llantos. Más de cuarenta muertos y cuatro veces más de heridos. Sin embargo, lo más impresionante de la catástrofe no fue la caída de la torre sino lo que reveló: una enorme mancha azul, viva como una gelatina, crecía justo en el área del concreto donde se cortó la estructura.

Las consecuencias del gran triunfo de MediSols. Con el líquido azul viviendo en el concreto y poniendo en riesgo la vida de la ciudad, ¿cómo les pedías calma?

Rueda de prensa otra vez. MediSols aceptó su error y, otra vez, se comprometió a buscar soluciones, pero esta vez nadie creyó. De hecho, siguió temblando con cada vez más fuerza y más edificios cayeron con víctimas fatales. MediSols estableció sumarios internos y buscaron reducir los contaminantes en los alcantarillados, pero no fue suficiente para evitar que la gente saqueara y quemara una de las oficinas en señal de protesta. Y siguió temblando hasta que el suelo se resquebrajó. Finalmente, el gerente señaló su compromiso contratando a mejores científicos para averiguar qué pasaba en la ciudad. Es más, comprometió su cargo y su propia libertad humildemente si es que realmente tenía la culpa. Obviamente, una horrible broma cuando tienes comprada a media ciudad. Sin embargo, la gente, aún resquemorosa, persiguió a los científicos mucho mejor que los organismos fiscales a los que manipulaban. Ni siquiera les dejaron espacio alguno a la interpretación libre, tan conveniente para los estudios privados y para sus patrocinadores.

El terremoto social que trajo el daño al medioambiente acabó con MediSols. Nadie compraba ni mucho menos nadie quiso seguir haciendo negocios con ellos. Hasta la propaganda fue retirada o teñida de azul. Sin embargo, el golpe de gracia fue el lapidario informe de los científicos sobre el futuro de la ciudad: todo el concreto, desde las calles a la estructura misma de las casas, había absorbido el líquido azul. El compuesto dominaba de forma simbiótica todo el material hasta su esencia misma, haciéndola más inestable. En otras palabras, los temblores y terremotos continuarían y la ciudad, más temprano que tarde, acabaría por quedar sepultada bajo las ruinas de su propia estupidez.

La última escena que Franco recordaba de la ciudad, hace tres años, era cuando se marchaba a pie, desilusionado y sin ganas, caminando entre todo ese mar de estúpidos desesperados, impacientes por huir antes de morir aplastados por el concreto de sus propias moradas. Se atropellaban, se insultaban, y hasta se agarraban a golpes por salir luego de la ciudad, confundidos y atemorizados por el incierto futuro fuera de su hogar. Parecían animales criados en una prisión de cemento. Sueltos al ambiente nadie sabe si van a sobrevivir o no.

Terminaron dispersos entre pueblos y ciudades como virus repartidos en otros hospederos, depredando para sobrevivir. Aumentó el desempleo, la hambruna y el sentimiento de depresión en medio de una sensación cruel de arrepentimiento tras ver materializado aquello que no quisieron escuchar. Su padre jamás pudo encontrar un trabajo después de lo sucedido. Ni siquiera pudo dormir después de derrumbarse tan ridículamente. Al final, terminó bajo tierra tras un horrible accidente donde nunca se encontró al culpable. Terminó en el mismo lugar al igual que toda esa gente que murió por su irresponsabilidad. Un ángel vengador de la naturaleza vino a sepultarlo por anticipado.

Después de lo sucedido, Franco, totalmente libre, sintió la necesidad de volver a su propia tierra para pagar por los errores de su padre. Si hubiera tenido su ánfora (de no haberla roto y olvidado en el camino del crematorio a su casa), quizás hubiera sido buena idea dispersar sus cenizas por la ciudad. Una lástima. Podría haberlo sentido revolcarse en su tumba con cada temblor que él mismo creó. El mejor castigo: el castigo divino. Pero la naturaleza azul del lugar parecía mejor así. 

La verdad es que sin él, la vida se sentía muchísimo mejor.

Franco enjugó su rostro de las lágrimas del pasado y siguió caminando por la Avenida Principal en búsqueda de su refugio. No había plan definido; se quedaría allí toda la vida. Una ciudad vacía, lejos de todo el ruido energúmeno de la actividad humana, era de una soledad y una paz sencillamente inspiradora, incluso entre los peligrosos temblores.

Sonrió, feliz de no encontrar seres humanos que interrumpieran su calma. Sin embargo, y a todo ese andar por la ciudad, tampoco encontró animales alrededor. No vio abejas ni pájaros ni gatos ni perros asilvestrados. Era logico: ¿qué animal sería lo bastante estúpido para volver? Siguió riendo por la ironía de la naturaleza y su propio destino.

Finalmente, llegó a su destino: la Plaza del Ayuntamiento; un jardín de pasto y cemento (si es que “jardín” es una denominación correcta) cuya dimensión abarcaba una cuadra completa frente al edificio del ayuntamiento, el que ahora estaba en ruinas. El lugar era un sitio tan desprovisto de vida que Franco no logró recordar qué forma tenía antes de la invasión de las plantas. De hecho, lo único llamativo que tenía era que la cruzaban cuatro caminos de concreto que nacían desde las esquinas y desembocaban en el centro a una plazoleta donde había un gran plátano oriental, el odiado monumento a la alergia primaveral.

Sin embargo, Franco quedó boquiabierto con la agradable transformación de la plaza. La flora viva había emergido con tal fuerza que el sitio se había transformado en una selva. A pesar de que los caminos seguían intactos, la aparición de matorrales densos y algunos árboles pequeños, muy desarrollados para haber pasado solo tres años, daban a la plaza festival de colores gracias la gran cantidad de flores de variados tonos de azul, desde el cian al índigo. Franco caminó hacia el centro, hipnotizado con el aroma dulzón y agradable de las flores, hasta llegar al gran e imponente árbol que ya no era un plátano oriental sino algo más “evolucionado”. Un milagro maravilloso que jamás encontrarás en ninguna parte del mundo. 

Por suerte.

El árbol del centro se había transformado en una escultura viva y azulada. Una extraña mezcla entre la dureza de los árboles y la elasticidad de la piel. Su corteza celeste, suave como la carne, latía como un corazón lleno de vida. De hecho, en algunos lados dejaba escapar la savia, un líquido purpúreo muy parecido a la consistencia de la sangre. Un suave viento hizo vibrar las enormes hojas carnosas, que se movían en la misma sintonía de los latidos del árbol, y las ramas parecían desplazarse lentamente hacia el movimiento del sol para captar mejor sus rayos. 

El árbol vibraba con la vida. El calor relajante que emanaba del tronco sumió a Franco hacia el sueño eterno de los nonatos dentro de los vientres de sus madres. No obstante, todo estaba pintado de azul, del químico humano. La naturaleza se adapta, pero nunca deja a los seres humanos atrás. Son las cicatrices que cargan las madres por los errores de sus hijos.

Franco estaba tan maravillado con la religiosidad del lugar que supo que se quedaría toda la vida allí. Sacó su tienda de campaña de la pesada mochila e instaló la carpa y los artefactos. Preparó algunos muestreadores de agua y suelo portátiles para revisar la influencia del líquido azul, unas cajitas tecnológicas del tamaño de su palma con las que pretendía analizar todo lo que la tierra le pudiese brindar como comida. Solo había vegetación, lo cual no sería ningún problema para su tendencia vegana; sin embargo, igual estaba preocupado por el hecho del tinte azul de las plantas de la ciudad y que las trazas del químico pudieran ser peligrosas para su salud. No obstante, si la naturaleza se había adaptado, él también lo haría. 

Tomó un balde especial con filtro químico purificador y fue a buscar agua a una laguna artificial ubicada unas tres cuadras más al sur, en el Parque de los Pobres. Le llamaban así porque mucha gente prefería hacer picnic cuando no tenía un mejor lugar a donde ir. Lo molesto es que siempre estaba lleno de basura, pese a los esfuerzos de reunir grupos para recoger los envases y bolsas de plástico del lugar. Así son los seres humanos cuando no sienten ninguna responsabilidad sobre lo que consumen o desechan.

Por el contrario a los temores de Franco, el agua conservaba el color verdoso típico de las lagunas naturales y ríos hacia la precordillera, lo cual le hizo sentir aliviado, pues era muy probable que no moriría de sed. Tomó una baldada de agua y se dispuso a regresar cuando tropezó torpemente con un hoyo y cayó al suelo, derramando todo el contenido del contenedor. Se rió de su propia estupidez hasta que las marcas en el suelo transformaron su sonrisa en un ceño fruncido y una mueca de profunda ira.

Franco había tropezado con las marcas de las ruedas de una camioneta. Huellas frescas y recientes, de hace una hora atrás. Se levantó rápidamente, como quien se decide a embestir a su enemigo, tomó el balde y caminó furioso siguiendo el camino dispuesto por las huellas, dispuesto a enfrentar al estúpido profanador de la nueva vida de la antigua ciudad.

¡Irresponsables! ¿Es que nunca aprenden?

No caminó mucho. En realidad, estaba muy cerca de donde había dejado la carpa. Las huellas de la camioneta conducían al centro cultural: la casona más emblemática de la ciudad, antiguamente perteneciente a uno de los fundadores de la ciudad que cayó en desgracia y decidió donarla antes que perderla con los bancos, o con MediSols. Franco entró por el portón abierto de par en par y caminó por el enorme patio, tan grande como la Plaza del Ayuntamiento. Sin embargo, si esperaba ver una selva como la que había visto en toda la ciudad, solo pudo encontrar un espectáculo triste de vejaciones que dejaron sus inesperados vecinos. Habían arrancado las plantas y acumulado los restos hacia una de las paredes de la reja. Plantaron estacas y dejaron restos de un arado incipiente que por alguna razón no acabaron. Y, cosa extraña, el suelo excavado mostraba una tonalidad azulada y fresca, como si alguien hubiera regado con el líquido azul en ese lugar.

Mientras caminaba hacia la casa, descubrió que la camioneta aún estaba funcionando. Para su sorpresa, estaba embadurnada de una sustancia acuosa de color azul que se esparcía por todo el capó, como si quisiera comerse el metal. Se parecía mucho a la sustancia en el concreto, esa que hizo colapsar la torre telefónica en esa fatídica fiesta. Y latía como el árbol de la Plaza del Ayuntamiento.  

Mucho líquido azul. Seguramente era algún antiguo empleado de MediSols.

─¿Dónde están? ─gritó Franco, enfurecido y con ambas manos apretando el balde─. ¡Salgan, malditos inconscientes!

Pero no salió nadie. Franco no quiso esperar y se dirigió a su encuentro, pero no alcanzó a entrar a la casona. Alrededor había jirones de ropa toda ensangrentada. Franco observaba a todos lados con la persecución de un paranoico. La sangre estaba fresca y mezclada con la misma sustancia azul.

¿Quién estaba allí? 

O, ¿qué?

El motor de la camioneta empezó a hacer un ruido de metal forzado. El capó se encendió. Franco, asustado con la sorpresa, dejó caer el balde y corrió a toda velocidad sin pensar más que en sobrevivir; si es que en algún momento de peligro alguien puede “pensar” en sobrevivir. Corrió hasta su refugio, con las piernas fatigadas sin detenerse a pensar si era por el esfuerzo o por el susto. Y, mientras la casona se incendiaba, llegó justo al árbol en el mismo instante que comenzó a temblar. 

Tropezó con el vaivén y cayó justo sobre el tronco. La sensación fue la de chocar con una enorme sanguijuela. Se pasó las manos por el rostro para limpiarse la savia del rostro y, cuando se miró las manos, empezó a gritar como un maníaco.

El líquido del árbol nunca fue púrpura. Era una combinación del azul del tronco, y el rojo de la sangre de aquellos que se atrevieron a mancillar la vegetación del lugar.

El temblor se transformó en terremoto. Lo que sea que hubiera pasado, Franco comprendió que los humanos no eran bienvenidos en la ciudad desolada.

La camioneta explotó. La ciudad enfureció. 

Un terrible cataclismo se desató en torno a Franco. Asustado, vio cómo el árbol de la Plaza se mecía furioso al ritmo de las ondas telúricas. El tronco estaba hinchado, latiendo furioso, molesto. Las ramas oscilaban violentamente, lacias y flexibles como látigos. No, peor; como lenguas furiosas.

Franco intentó levantarse, pero el movimiento del suelo no le dejó más que voltearse y arrastrarse como un gusano. Bajo el árbol el suelo comenzó a hundirse más y más hasta convertirse en una trampa de arena de una hormiga león. Franco luchó por alejarse y subir, pero bajó más y más, sin posibilidad de escapatoria. 

De pronto, el árbol fue absorbido por la tierra dejando un enorme agujero que se abrió más y más hasta convertirse en una boca llena de dientes violeta, rodeadas de baba azulada, de aspecto blando, pero peligroso. Tenía el mismo olor nauseabundo del alcantarillado donde vivían las amebas asesinas. 

La sustancia acuosa que encontró en la casona, en el auto, en la contextura del árbol y hasta en el corte del edificio donde murió tanta gente era la misma. No solo las plantas habían reclamado la ciudad. Ahora las estructuras estaban vivas, poseídas con un nuevo ser emergido de la contaminación: una “comecueros” gigante, una ameba super crecida que ahora haría de Franco material fertilizante al interior de sus fauces.

─Yo no tengo la culpa ─dijo Franco entre sollozos─. Yo voy a salvarte. Voy a cuidarte.

Pero cayó al fondo del agujero. Y nadie más supo de Franco, el salvador de la ciudad.

En el fondo, la naturaleza actúa y sobrevive. Poco le importan las buenas intenciones.

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