Simón Ángel, el Gran Adivino, huía de los densos nubarrones que se acumulaban sobre su cabeza.
─¿Usted está loco? ─dijo el policía en el control costero─. El tiempo está horrible y…
─Necesito pasar.
Simón descubrió la cabeza de su capucha. El policía quedó atónito y cabizbajo.
─Entonces, ¿es cierto que no hay salvación?
No la habría para él si no llegaba a guarecerse en su casa en El Paraíso.
─Vaya a su casa ─Simón puso en marcha el motor de su auto─. Junte todos los muebles que tenga y escóndase tras ellos.
El vehículo comenzó su marcha. Alcanzó a sacar la cabeza para gritar:
─Y, por amor a Dios: ¡QUE NADIE ME SIGA!
De un momento a otro se sentía harto de tener idiotas a la siga suya. Sin embargo, no los podía culpar: ellos, con sus creencias, le dieron fama y posición durante esos tiempos difíciles.
La humanidad se acababa y todos los sabían. El cambio climático fue tan brusco e intenso que empezó a acabar con los grandes cultivos que alimentaron a la humanidad alguna vez. Hace rato que no se veía el pan, las frutas tropicales ni la cerveza. ¡Ni siquiera la bendita cerveza! Lo cierto es que la humanidad estaba en un estado de desesperación por sobrevivir. La gente necesitaba esperanza. Sus miedos internos les llevaron a aferrarse a cualquier augurio con tal de mantener un mínimo de salud mental, pensando que podían aún controlar sus posibilidades de seguir viviendo.
Ahí fue cuando apareció el talento de Simón Ángel para ayudar a prevenir más catástrofes. La gente como él, astrólogos y adivinos, ofrecían esa ayuda, claro, a cambio de unas monedas que pudieran hacer más llevadera la vida en esos días. Por “llevadera” nos referimos a dar rienda suelta a todos los caprichos que el dinero puede comprar.
Como era de esperarse, se llenó aún más de charlatanes de los que habían antes de la catástrofe.
Vamos a ser justos: Pedro Cerda, ahora Simón Ángel, era un excelente adivino. El mejor; el Ojo de Dios. Es más, era muy posible que fuera el gran visionario que hubiera existido en toda la historia del mundo, pues el talento divino nunca le falló. Él solo aprovechó la oportunidad que la vida le estaba dando en estos últimos momentos de una humanidad acabada; posiblemente, en vía directa a la extinción.
Recurrían al tono más catastrófico posible. Necesitaban que las gente sintiera la alarma. De hecho, las premoniciones de Simón Ángel siempre, por alguna razón, se posaban en el lado más horrible de los horrendos fenómenos climáticos. Solo así estaban dispuestos a aceptar los cambios dictados que el mismo Simón Ángel, junto con su séquito de adivinos, proponían para salvar el mundo.
Mágicamente, los cambios les beneficiaban con enormes terrenos e inversiones. Eran los “guardianes designados” para proteger los beneficios de la humanidad. Una especie de suerte común para todos.
Ojalá todos tuvieran esa suerte.
Claro que al principio no les creyeron. Fue una de las primeras catástrofes: la caída de quince aviones comerciales al mar por una “lluvia de relámpagos”. Más de mil muertos. Uno de ellos, un bebé, quedó en un estado horrible, como si el cielo, el mar y los animales se hubieran ensañado en negar su futura vida. Eso lo vio Simón Ángel. Todos lloraron, y todos pagaron las consecuencias de su incredulidad.
Así empezó la fama. En los meses siguientes formaron un “Consejo de Predicciones” que asesoraba a entidades como Estados y a las sombras que están detrás de ellos. Gozaban de poder y prestigio. Quienes antes los creían embaucadores, al final, fueron los mismos que defendieron a “la palabra certera del futuro”; y la única posibilidad de sobrevivir.
Un hombre bueno; un hombre santo. Sin embargo, no podría seguir alentando a las personas si esos nubarrones, ahora tronando, le alcanzaban antes de que pudiera llegar a su lujosa casa de veraneo.
Porque Simón Ángel rezaba que esta vez sí fuese un talento de mentira.
Desde hace un año que ya no habían peces de ningún tipo en el mar ni en el río, y nadie sabía la causa de tal desaparición. El único pez que habían visto, hace un par de días atrás, fue una pieza de pescado congelado caído desde el cielo y que casi mató a una señora muy viejita. Por supuesto, ella estaba encantada de exponer su tragedia en los medios para tener algo de compañía. La anécdota en sí parecía una burla de Dios, o cualquiera que sea la entidad que gobernaba los cielos, quien mantenía un particular sentido del humor negro.
Pero cuando Simón Ángel, el Gran Adivino, vio el pez, supo que el destino de la siguiente escena estaba escrito:
─Veo casas destrozadas, patios con hoyos y cuerpos mutilados ─solo había visto uno─. Una terrible lluvia de estos peces congelados causará una gran matanza divina.
Si alguien me cuenta algo así, obviamente me reiría en su cara con demasiadas ganas, tantas que esa persona debería recurrir al psiquiatra para olvidar la humillación. No obstante, Simón Ángel era un personaje creíble para estos tiempos.
El Ojo de Dios jamás se equivocaba. El show donde daba su predicción, un matinal tan alarmista como él, pagaba millones para contar con sus premoniciones, y con su récord de audiencia.
Pero Simón estaba congelado. Completamente. Ni siquiera podía cerrar los ojos de la aterrada impresión.
─¿Qué pasa, Simón? ¿Tan grave es?
Simón miró a la presentadora del programa como quien suplica a la muerte que no se lo lleve. Con suerte logró articular estas palabras:
─No hay salvación.
Lo que la gente no sabía, no tenía ni la más mínima idea y ni siquiera se lo imaginaba, era que el Gran Adivino había predicho su propio destino en ese momento: Pedro Cerda, alias Simón Ángel, no sobreviría a la lluvia.
Los teléfonos y las redes sociales no se hicieron esperar. Toda la comunicación de América Latina estaba enfocada en revertir las horribles palabras de Simón Ángel.
Es una paradoja triste para los adivinos que, cuando alguien anuncia la catástrofe, nadie quiere que tenga razón.
Simón Ángel se quedó ahí sentado, inmutado y presa de sus propias sombras, repasando todas sus culpas.
De inmediato llamaron al Consejo de Predicciones para buscar soluciones. Charlatanes profesionales de toda la región comenzaron a opinar sobre política, sociedad y, por su puesto, de su concepto altruista de economía ajena. Estaban tan concentrados en su sentido de alarma y sus banalidades humanas ante una catástrofe que casi parecía que habían olvidado al desolado Simón, que asimilaba su abrupto final con el semblante marcado por la impotencia y la rabia.
Los figurines de la farándula se alzaron y comenzaron a repartir instrucciones a los expertos, quienes estaban demasiado asustados, dubitativos y amargados para actuar. Organismos de Gobierno comenzaron la propaganda y hasta poderosos empresarios llevaban esperanza a la ciudadanía en forma de ayudas materiales. Reunieron dinero, refugio y alimentos. También acopiaron materiales de construcción y establecieron lugares para edificar refugios seguros, mucho mejores que un simple búnker.
¿Cuál de las tres cosas valdría menos para afrontar la catástrofe? Porque, mientras discutían, instigaban y cobraban, Simón Ángel se rumiaba una idea en su cabeza:
“¿Cómo podré disfrutar de todas las cosas que he ganado si pronto estaré muerto?”
Y, de pronto, la duda surgió: La lluvia pronto se vendría. Sí, el Gran Castigo de los Cielos. Pero, ¿cuándo?
Tragedia en el estudio. Normalmente, Simón siempre les decía la fecha. Los astrólogos y adivinos, como charlatanes que son, podían confirmar lo que había visto Simón Ángel, pero él y solo él sabía lo que pasaba. Sólo Simón Ángel podía “ver”.
En la práctica nadie entendía nada. Nadie sabría cuándo sería la catástrofe. Todos jugaban a “Simón dice”, incluso los adivinos.
El problema fue que cuando decidieron ir en búsqueda de la opinión de Simón Ángel, se dieron cuenta de que había desaparecido. Así de mágico como era, el Gran Adivino abandonó el estudio sin dejar rastro.
Y, ahora, todo el mundo perdía la cabeza.
El policía debió ser el único ser que vio a Simón 24 horas después de su desaparición. Simón, por su parte, no quería saber nada de la vida. Digo, de la vida afuera de su propio bienestar. Simón sabía que, por alguna razón extraña, la misma que le daba sus maravillosos poderes, debía estar en su casa en El Paraíso antes de la tormenta. Sus intuiciones tampoco fallaban.
Santo Cielo, Simón solo rezaba que sus intuiciones alguna vez en la vida fallaran estrepitosamente.
Truenos. Cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue prender la televisión. Casi murió súbitamente cuando vio que la televisión mostraba el mensaje de “señal interrumpida”.
─“Que-no-se-desate-que-no-se-desate-que-no-se-desate…” ─decía Simón, con los ojos bien cerrados y al borde de las lágrimas─. Por favor, que vuelvan a dar el programa. ¡El que sea! Por favor…
─Lamentamos la interrupción de la transmisión…
Simón sintió los colores volviendo a su cuerpo. Respiró aliviado; aún no había pasado nada. Sin embargo, la periodista del noticiero no estaba para nada sumida en la terrible desazón del clima caótico. De hecho, ¿se estaba riendo?
─Por lo que nos informan, el problema técnico de hace un momento se debió a un choque de la antena con un objeto contundente. Parece que es otro pescado congelado…
Su estómago se tensó como los nudos de un cordel. ¡Y se reían! ¡Se habían vuelto locos!
No obstante, después del shock, Simón cayó en la cuenta de que el clima tras la reportera no parecía nublado. Ella estaba iluminada por un bello y radiante claro de sol.
─Te veo radiante ─dijo el conductor en el estudio.
─Sí, es parte de las predicciones de meteorología: Una lluvia de sol ─respondió con cierta sorna─. No sabemos qué habrá visto Simón Ángel, pero lo que vio, parece que esta vez se quedó dormido en su propio sueño.
Risas en el estudio. Risas de alivio. Hasta Simón se rió. Nunca le había encantado tanto ser un charlatán.
Qué placentera es la alegría de estar vivo.
Con los ánimos más relajados y una sonrisa en la boca, Simón salió al patio. Los truenos se habían calmado y aún estaba nublado, pero Simón confiaba en que pronto aclararía.
Según él.
Simón Ángel estaba tan relajado por conservar su vida y, sobre todo sus bienes, que no notó el gran motivo de las risas en el estudio. La meteoróloga del noticiero anunció que la tormenta había bajado toda su intensidad en todo el territorio nacional. Es más, no habría tormenta eléctrica. Sin embargo, aún quedaba una parte de la tormenta concentrada en un punto: la zona litoral que incluía a El Paraíso. El policía de la entrada al litoral no fue informado de esto cuando fue enviado al control de tránsito durante la mañana y, como todos, confiaba en la predicción de Simón Ángel. Tampoco le dio mucha importancia, pues claro, si Simón Ángel llegaba allá era para ponerse a salvo.
Pero la lluvia sí caería. Simón Ángel lo notó cuando, de pronto, un fuerte ruido lo despertó de su feliz ensoñación. En medio de la pradera de su cuidado patio, algo dejó una profunda cavidad cuando se incrustó en el suelo.
Simón se acercó a confirmar sus sospechas. El Gran Adivino jamás se equivocaba en sus predicciones.
Al medio del patio yacía un pescado congelado en perfecto estado.
Otro trozo de hielo se abrió paso en el techo de su casa. En ese momento, Simón entendió que esa era la señal para correr, pero para cuando se dio cuenta un pescado le destrozó el talón con los efectos de la gravedad.
Y el futuro se hizo realidad como una profecía bíblica. Sobre la tierra del El Paraíso se manifestó el Gran Diluvio del pescado congelado. Épico.
La terrible destrucción de la casa de Simón Ángel fue la noticia más impactante del día posterior a la catástrofe. Es que, de verdad, pareciera que el Señor de los Cielos ─quienquiera que este sea─ se había ensañado con el pobre Simón. Fue el único lugar donde llovió. Entre los lamentos y la incertidumbre propia de cuando los ídolos mueren, bomberos y paramédicos hicieron todos los esfuerzos posibles para recuperar su cuerpo sin vida.
Mazamorra de Adivino. Tuvieron bastantes dificultades para separar el pescado de la carne machacada.
Pero toda esa tragedia, en sí misma, era un verdadero milagro. El mismo pescado que no habían visto hace más de un año ahora aparecía milagrosamente en todo el territorio del Gran Adivino.
La gente se preguntaba si de verdad habría sabido que esto sucedería. Para los ojos de los dolientes, numerosos en toda la región, fue extraño que la tormenta se hubiese desatado solo en ese lugar. ¿Y si sabía que “el Divino” venía tras él? ¿Se fue para salvar a todos? Es por eso que no quiso contarle a nadie?
¡Qué hombre tan altruista! ¡Qué hombre tan servidor! Simón Ángel, el Gran Adivino, sacrificó su cuerpo y su vida para atraer el mal hacia sí mismo, y traer paz a los demás. De paso, trajo de vuelta el milagro que el mar les había negado para castigar su estupidez por no cuidar el planeta.
Los fanáticos lo bautizaron “El Día de San Simón”. Bonito. Hasta parecía un nombre bíblico. Tres religiones lo canonizarían y una nueva orden nació en torno a él. Le veneraban con alegría y le pedían favores, aún cuando no volvieran a ver el pescado nunca más en su pobre vida.
¿Qué más podían hacer? El mundo se estaba acabando y, para conservar la esperanza, se aferraban a cualquier cosa antes de enloquecer. Antes tenían a los astrólogos y adivinos. Ahora tenían los favores concedidos de San Simón.