Las aves son libres por tener la capacidad de volar. Los loros parloteaban sobre una de las ramas de la enorme araucaria, y Javier los envidiaba mientras fumaba un pitito. No era lo mismo que sostenerse en el aire, pero podía sentirse libre del estrés de convivir con otros seres humanos.
Extrañaba a Camisa, su perro —llamado así por el collar negro en el cuello blanco que simulaba el cuello de una camisa—, quién siempre saltaba a ladrar como un rufián. Por el alboroto de los pájaros daba la impresión que se burlaban de su presencia.
Ahora permanecían silentes. No había quién los molestara. Hace días que Camisa no se levantaba de su cama. La joroba le dolía para caminar, y solo podía gruñir. El veterinario no podía determinar su enfermedad ni tampoco podía operar: la extirpación de la joroba comprometería con severidad el bienestar del can. Javier solo rezaba para que su perro, gran amigo desde que lo recogió, terminara con el sufrimiento en el sueño de la muerte. No podía hacer más.
Sin duda, Camisa se convertiría en un ángel perseguidor de loros en el Cielo. Javier rió con la ridiculez de esa idea. «¿Qué pasaría si un perro tuviera alas?»
Cuando vio a Camisa en el techo de la casa, Javier no quiso saber la respuesta. Ni siquiera sabía cómo había llegado allí. La joroba creció de forma extraña.
—¡Camisa! ¡NO!
El perro saltó al suelo. Los sentidos retardados de Javier no alcanzaron a reaccionar para atajar a su amigo en el aire. No obstante, antes de caer contra el pavimento, Camisa extendió un par de alas, donde estaba su joroba, tan negras como su collar de pelos y se elevó al cielo. Los loros huyeron por su vida con los ojos tan abiertos como los de Javier mientras el perro, feliz, ladraba y se deslizaba por las corrientes de aire tras sus enemigos voladores.
Javier miró el pito. Lo tiró al suelo. No volvería a fumar marihuana otra vez.
Un perro con alas, una verdadera curiosidad. Los niños señalaban con el dedo el recorrido del can volador durante horas como si fuera un sueño hecho realidad. Era difícil perderlo de vista, pues se pasaba ladrando todo el día. Imponía respeto ante las aves en el nuevo mundo que había descubierto. Pero los ruidos constantes se vuelven molestos y, lo que al inicio fue un suceso llamativo, pronto se transformó en un martirio para los vecinos, quienes ya empezaban a quejarse de un ataque de nervios.
«Soñaban con los ladridos», según ellos.
Al principio, a Javier no le importó la opinión de los demás. Camisa seguía siendo un perro, un animal libre que necesitaba expresar el comportamiento dictado por su instinto. Sin embargo, unos tontos amenazaron a Javier con matar al perro. De hecho, uno de ellos apuntó a Camisa con un rifle, haciendo alarde de su propia estupidez. Por suerte, Javier alcanzó a arrebatar el arma de las manos del idiota antes de la catástrofe. Y aunque muchos se enojaron por el comportamiento irracional de su vecino, también estaban de acuerdo con una solución radical.
Javier, como todo buen animalista, no estaba dispuesto a encerrar a su perro por el capricho de los vecinos. Les puso una demanda por maltrato animal para cuidar la integridad de su amigo. Ni los policías ni los abogados daban crédito a lo que veían.
Pronto apareció la televisión. Los periodistas llegaron con sus cámaras para elaborar las típicas y ridículas preguntas para un colegiado de cinco años:
—¿Cómo su perro desarrolló sus alas?
—¿Es un experimento animal?
—¿No cree que sería mejor adiestrar a su perro para no molestar a los vecinos?
—¿Qué pasaría si su perro fuese policía?
—¿Esto es víctima de las drogas?
—¿Qué va a hacer ahora?
Las respuestas a todas las preguntas era la misma:
—No sé.
Lo que Javier sí sabía es que no debía perder de vista a Camisa. La paranoia de ver a su perro muerto a manos de un imbécil no lo dejaba dormir.
El perro tampoco cooperaba. Las cosas empeoraron cuando se le ocurrió mear las cabezas de quienes le lanzaban piedras al aire. Bonita diversión. Eso, sin contar a los desafortunados que recibían los proyectiles cada vez que el perro los esquivaba.
Javier se deshacía en insultos para sus vecinos. No amarraría al perro. No cortaría la libertad de su amigo con alas.
No obstante, no todo fue tan malo. Durante agosto, mes de los gatos, Camisa ahuyentaba a los felinos de los techos como un vigilante nocturno. También ayudaba a detectar a los extraños, lo que bajó a cero los robos en las casas de esa villa y los alrededores. Desafortunadamente, el malestar de los ladridos pesó más al momento de juzgar el valor del animal.
Mientras tanto, la noticia extravagante, y el origen de las alas de Camisa, dieron la vuelta al mundo. Lamentablemente, los periodistas olvidan con frecuencia que el mundo enloquece a niveles tóxicos y malintencionados solo por satisfacer los caprichos fantasiosos. Sí, porque ahora todos querían un Camisa para sobrevolar sobre sus casas y estaban dispuestos a todo para conseguirlo.
Unos chicos, de unos catorce años en promedio, se grabaron en un acantilado mientras lanzaban perros jorobados al vacío con la intención de que desarrollaran alas como las de Camisa. Como la estupidez es contagiosa, el reto se hizo viral: varios jóvenes —y algunos bastante más añosos— copiaron la idea con la esperanza de encontrar al próximo canino volador. La masacre cobró varias víctimas. Ninguno sobrevivió.
Científicos de los grandes países del norte intentaron mezclar el ADN de los pájaros con el de los perros con la intención de aprovechar la nueva necesidad de niños ricos y consentidos. Meses después, un reportaje mostró la horripilancia de los experimentos: Seres que no pidieron nacer, monstruos deformes y agonizantes que no sobrevivían más de una semana llena de sufrimiento. Prácticamente, nacieron en el infierno. Murieron en él.
Los grandes peligros calaron con dolor en el corazón de Javier. Estaba tan intimidado que decidió revertir su decisión de dejar libre a Camisa antes que alguien intentara robárselo, sobre todo después de evadir a un grupo de delincuentes con una red y carne como carnada, con intenciones de atrapar a su perro. Por suerte, la inteligencia de su perro lo salvó, aunque no del todo.
La masacre de los perros, los experimentos y las maldades provocaron la ira de animalistas y simpatizantes. Fueron actos crueles y despiadados, y clamaban justicia social. Sin embargo, los comerciantes avariciosos disfrazados de dirigente social, esos que dominan los cargos políticos, se las arreglaron para convencer a la gente de que Camisa tenía la culpa por el mero hecho de existir. Si no tuviera alas, nadie querría uno.
Al día siguiente, Javier combatió valiente como un guerrero ante la policía; pero solo ganó cuatro costillas rotas, las encías sangrando y una demanda por dañar al cuerpo del orden policial mientras veía con frustración cómo se llevaban a su mejor amigo a la perrera.
Camisa permaneció en la cárcel a la espera de un juicio que determinaría qué hacer en su contra. Los animalistas rodearon el sitio día y noche, pendientes a cualquier violación antinatural en solidaridad con Javier.
Apenas pasaron unos días cuando una noticia aún más impactante cambió el curso del destino del perro con alas. Camisa era un campeón. Mejor dicho, un semental sin tiempo para perder. En sus andanzas caninas voladoras aprovechó para escabullirse en los patios de las casas, donde las perras esperaban por los genes de su amante bandido. Ya no solo había un solo Camisa, único en su clase. Ahora existían cuarenta ejemplares en los alrededores.
Los vecinos, antes iracundos con los ladridos del perro, ahora estaban dichosos. Los perros valían millones. De un día para otro, el barrio se llenó de nuevos ricos a costa del Eros Canino quien, tristemente, sufría un revés en el juicio en su contra. Camisa fue a la cruel prisión de un laboratorio privado en nombre de la «ciencia».
—¿Cómo se originó esto? —fueron las preguntas que determinaron su destino—. ¿Qué hay en sus genes? ¿Por qué, de pronto, la evolución decidió caprichosamente dar alas a un perro? ¿Para ladrar? ¿Para volar más que el humano?
Para enriquecerse con lo que obtengan, según el dueño de la farmacéutica.
Los animalistas incendiaron la perrera. Liberaron a todos los perros en el momento mismo en que dictaron la sentencia, con la intención de liberar al canino alado antes de su traslado. Mágicamente, Camisa ya no estaba en aquel lugar. De alguna forma, el laboratorio se adelantó a la sentencia, y la justicia hizo oídos sordos, ciega en su defensa de un dictamen viciado.
Ahora la clandestinidad preparaba los peores castigos del Infierno para el pobre Camisa.
Javier lloró desconsolado. ¿Por qué, si su perro era más bueno que los mismos ángeles, se merecía ese maltrato? No podía permitirlo, pues es propio de un amigo ayudar de forma incondicional hasta el final. Levantó los brazos a lo alto de puro dolor, con la voz fuerte y el corazón ardiente, para promover la conciencia en las personas y liberar a su amigo. Ladraría insistentemente al igual que Camisa lo hizo con los loros, hasta que el destino cambiara el viento a su favor.
Por otro lado, la descendencia de Camisa hizo de las suyas. Si un solo perro con alas daba problemas, cuarenta serían un martirio. Esos cuarenta engendraron cuarenta otros cuarenta hijos, y cada uno de esos hijos engendró otros cuarenta más. Y así el pueblo elegido del Canino Divino se dividió y prosperó sobre la faz de la tierra, como una enfermedad contagiosa. Una epidemia de perros alados.
El ambiente se dividió en dos bandos que se enfrentaban abiertamente por la vida de una especie animal. Los animalistas formaban el team animal y los detractores, el team responsabilidad. Uno se pregunta qué responsabilidad puede tener alguien que piensa en la muerte como solución. Los conflictos fueron en escalada, y pronto la intransigencia se asentó en la sociedad en ola de odio violento y sin compasión.
El estallido generó una cuasi guerra civil entre animalistas, conservadores, policías, anarquistas y, sobre todo, inocentes. En medio de las batallas campales, y sin previo aviso, cuatro laboratorios fueron saqueados y quemados al mismo tiempo.
Los peligros sociales provocaron que la Administración Gubernamental aflojara la sentencia hacia Camisa. No obstante, no permitieron la libertad del perro, con una justificación testaruda sobre el ceder hacia la fuerza civil. Finalmente, Camisa fue trasladado a un zoológico para su cuidado vigilado.
Para el Gobierno fue el balde de agua fría que apagó el fuego de las protestas.
Camisa no salió ileso de la tortura química: Una pata quemada, un ojo cosido, el pelo desgreñado y dos colmillos desprendidos. Ni los gatos más malvados pensarían un castigo tan cruel para un perro.
Javier supervisó directamente el estado de su amigo tras semanas de cruel encarcelamiento. Lo visitó todos los días, con lágrimas en los ojos, para dar ánimos a su compañero. Lo cuidó y lo alimentó personalmente hasta que levantó fuerzas, recuperó el peso y el color de su pelaje. Pronto estuvo listo para volar, pero ya no quiso. Aquel campeón bravo y ladrador ahora arrastraba las patas hasta llegar a la luz del sol. Ahí se quedaba, sentado, quieto e imperturbable, en búsqueda del silencio y el olvido para conseguir tranquilidad.
El team responsable gritó al cielo, escandalizados por el sacrilegio de permitir que el perro volador escapara de su prisión. No hallaron nada mejor que solucionar el problema desquitándose con la descendencia. Empezaron la cacería, y los perros cayeron como la nieve. Una nieve roja, marcada de crueldad.
El miedo se apoderó de los dueños de los hijos de Camisa. La mayoría los encerró como catas en una jaula. Prefirieron el cautiverio antes de exponerse al dolor de ver morir al mejor amigo alado del hombre.
No obstante, hay violaciones imperdonables. La mecha del temor explotó en una bomba de ira cuando, tras una denuncia y una auditoría, encontraron restos de ADN canino-alado en la carne de algunos restaurantes. Chien dans l’huile, un manjar de los dioses que un innovador culinario propuso a paladares inescrupulosos, esos que buscan ostentar su adicción hacia lo prohibido.
De las cenizas emergieron las llamas de la justicia. La organización fue brutal y rápida. Los cazadores fueron identificados, perseguidos y atacados. Los nuevos ecoterroristas —llamados a sí mismos como Salvadores del Planeta— no dejaron ninguna huella de su existencia. Los laboratorios volaron por los aires y los clubes de caza fueron arrasados por la ola de energúmenos. Los restaurantes no sabían cómo contener las muertes por envenenamiento. Y, como consecuencia obvia, las rejas del Gran Zoológico de la ciudad cayeron.
Camisa y Javier fueron rescatados y enviados lejos, a un campo de araucarias para retornar a la ansiada paz.
Los días siguientes fueron un caos represivo. La ciudad ardió, aunque para la gente eso no fue nada extraño. Si ya se habían acostumbrado a vivir con perros con alas, la guerra civil no parecía la gran cosa.
Camisa caminaba lánguido y entristecido en su nuevo hogar. De vez en cuando planeaba por los aires para estirar las alas. Javier lo abrazó y acunó con intenciones de sanar el dolor en su espíritu roto. No había drogas para perros que ayudaran a olvidar el pasado como pasaba con los humanos. Los últimos días, Camisa contemplaba sentado, en silencio, las ramas de una enorme araucaria donde se posaban los loros a los que tanto les gustaba ladrar. Murió como una estatua en esa posición, con el rostro lleno de nostalgia por aquellos tiempos en que solo deseaba jugar con los pájaros.
El deceso de Camisa fue la estocada definitiva a la ola de violencia. Todo el mundo lo lamentó. Sus vidas habían cambiado para siempre por la existencia de un simple perro con alas.
Javier deseaba más que nunca ver arder a las personas. Los lamentos del mundo olían a mierda. ¿Qué habría pasado si, en vez de preocuparse por los ladridos de un perro, hubieran aceptado su existencia y lo hubieran dejado volar? Perros ladran todos los días. Por eso los conocemos y por eso los amamos. Pero el miedo a lo distinto, a lo desconocido, los obligó a actuar como primates furibundos que no se sosegaban por el temor a enfrentarse a su propio gran defecto: La intolerancia.
Su amigo murió de pena al ser convertido en el objeto de un odio irracional.
Javier cumplió su deseo, obtuvo la respuesta a una pregunta tan ridícula como pensar «qué pasaría si los perros tuvieran alas». Lamentablemente, aprendió que nadie desafía el status quo sin ocasionar una catástrofe.
La gente jamás aceptaría a nadie volar con libertad.