La Navidad dejó de ser una fiesta feliz cuando los niños abrieron sus regalos el último 25 de diciembre. Nadie entendía qué sucedía bajo el árbol rodeado de luces y, sinceramente, a ninguno de nosotros nos habría gustado estar en sus pantuflas en ese momento.
Los regalos eran algo… extraños. Mejor dicho, inmorales: No aptos para niños ni para adultos sensibles.
Por ejemplo, los instructivos de las figuritas de acción señalaban varias formas de tortura para practicar con los villanos luego de ser derrotados. A cualquier niño acostumbrado al matonaje podría haber encantado pues, mientras se aplicaba el castigo severo y ensañado, las figuras sangraban de verdad y se quejaban con un espantoso horror. Otro niño recibió un set de petardos para jugar con las mascotas. Según las instrucciones de uso, solo tenías que colocarlos encendidos en la boca de tu animal favorito y, voilà, diversión asegurada a costa del paso de tu amiguito a la dimensión celestial. Incluso los tarros de galletas, esas maravillas dulces con aroma a jengibre y canela, tenían un sabor a remedio amargo, brócoli y moho, como la peor de las bromas de mal gusto. Sus figuras poco apetitosas daban la sensación de ser un cúmulo de mojones recién extraídos del baño.
Los eventos se volvieron más extraños todavía, afectando los nervios de los angustiados padres. Conocida fue la noticia de una niña de cuatro años que apareció llorando en pijama en el hogar del vecino y sin desayuno la mañana de Navidad.
—¿Dónde está tu mamá?
—Se encerró con mi muñeca en la pieza.
—¿Por qué?
—Era extraña. Quería revisarla.
—Extraña, ¿cómo?
—La sacó la peluca y vimos que tenía la cabeza demasiado grande y fea. Y cuando la prendió, sonaba así: bzzzzzzzz. Ha estado toda la noche haciéndola funcionar.
El vecino puso cara rara. La chica le tomó de la camisa del pijama con enormes ojos ansiosos.
—¿Qué le pasa a mi mamá? ¿Va a estar bien?
Cuando el hombre llegó a la puerta del dormitorio de su vecina, oyó los quejidos. Distaban bastante de ser horrorosos. Forzó la entrada y entró, preocupado de que pudiera estar pasando algo malo. La vecina, desnuda, logró articular una breve frase entusiasta mientras se esforzaba en cerrar las piernas a su séptimo orgasmo.
—¡Este juguete es mágico!
El escándalo fue mundial. Los días siguientes se llenó de mensajes de indignación hacia la Asociación de Padres Organizados (ASOPAO), los protectores de la infancia, buscando al responsable de tamaña desfachatez.
—Le quitaron la inocencia a la Navidad —decían—. Ahora nada volverá a ser como antes.
Tres días después, el 28 de diciembre, cinco padres elegidos viajaron al Polo Norte a exigir explicaciones al supuesto arquitecto —y mal bromista— de tamaña infamia: Santa Claus.
El titular del periódico más prestigioso del mundo anunciaba «INOCENTES» a modo de burla. No los culpo. Se nos cría pensando en que el Viejo Pascuero no existe. Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando, dos días después, sí encontraron la dichosa casa con bastones rojiverdes en la reja y renos mágicos descansando en el establo.
Por fuera la cabaña no parecía gran cosa. La construcción rústica en forma de A soportaba con esfuerzo la presión de la nieve y del viento. En las esquinas colgaban algunos cascabeles de color rojo opaco por la suciedad, y las guirnaldas de muérdago se balanceaban en el viento tan secas y desprovistas de vida como en los días cuando no hay Navidad.
Sin embargo, al atravesar la puerta, admiraron con gran asombro el interior de una bodega tan grande como la fábrica de una transnacional. Las hileras de cintas transportadoras acarreaban las piezas para el ensamblaje. Los brazos mecánicos colgados del techo corrían de un lado a otro, uniendo unas partes con otras y elaborando objetos redondos, cuadrados y triangulares. Más allá, en la esquina más retirada de la fábrica con el fin de evitar accidentes, brillaban las chispas del sector de electrónica que darían vida a las nuevas creaciones. Y, por último, el panorama lo completaban los numerosos carritos acarreando los juguetes terminados para ser envueltos y repartidos a todos los niños del mundo. La fábrica seguía funcionando con la maravilla de la fusión entre magia y tecnología. Sin embargo, todavía elaboraba los horrorosos regalos navideños. Lo más raro de todo es que, como si fuese el sueño húmedo de cualquier empresario, no había ningún operario trabajando.
Subieron por la escalera de madera ubicada en la esquina contigua a la puerta, en dirección a un pequeño despacho en el segundo piso. La oficina era alumbrada por la hoguera contenida al interior de la chimenea, y estaba adornada de forma simple por un enorme escritorio con una computadora y una biblioteca con los libros de contabilidad. No obstante, una desagradable sorpresa yacía sobre el tapete: Un montículo apilado con restos óseos, a modo de árbol, rodeado con luces de Navidad de colores amarillo, verde, rojo y azul. La cabeza de Santa Claus colgaba de la punta con su típico gorro escarlata, con los vellos blancos de la barba todavía pegados a su mandíbula momificada.
Sin duda, esta maldad desastrosa rompería el corazón de millones de niños y adultos repartidos por el mundo. No obstante, aún quedaba una pregunta: Si no era Santa, ¿quién operaba las máquinas? ¿Sería la magia? ¿Y por qué creaba esos horrores inmorales que el Viejo Pascuero nunca en su vida construiría?
Antes de responder esa pregunta, los padres debían retirar el cadáver y darle una digna sepultura. No obstante, nadie quería tocar los huesos. No se atrevían. Luego de mucho discutir, concluyeron de que la mejor alternativa era dejar que la suerte decidiera.
Lanzaron la moneda, pero jamás llegó al suelo. Se desvaneció.
Zelma, una mujer más esotérica que humana, exclamó:
—¡Fueron los duendes!
Solo a ellos les gusta tanto el dinero.
El problema es que los duendes son invisibles ante los ojos humanos hasta que, según su propia voluntad, deciden dejarse ver. No sería fácil atraparlos para pedir las explicaciones respectivas sobre qué es lo que ocurría en ese lugar, mas los cultores de la inocencia allí reunidos no se rendirían con facilidad, pues no podían dejar que el mundo volviera a recibir otra vez una Navidad como aquella. ASOPAO no permitiría que el escándalo se hiciera costumbre.
Zelma, usando su conocimiento celestial sobre seres mitológicos, pensó en que la mejor forma de capturarlos era montar trampas con cosas que les gustaran mucho. Por suerte, los duendes son la manifestación de la peor versión del ser humano, por lo que idear las triquiñuelas no suponía un gran esfuerzo mental. No obstante, esas pequeñas alimañas se dejarían querer de manera bastante peculiar, para infortunio de los padres.
A los duendes les encanta el alcohol, así que la primera trampa montada fue un gran barril de cerveza sobre una red para pescar, cortesía de Don Aleksander, capitán del ballenero que los llevó hasta allá y otro de los cinco padres puristas a cargo de la misión. Era 31 de diciembre y las horas pasaron sin ninguna señal de las pequeñas criaturas. Finalmente, y después de mucho aburrirse, a don Aleksander le pareció que sería buena idea compartir una jarra para pasar el rato junto a los duendes, a modo de previa de Año Nuevo. Además, un trago en la mano siempre habla en buenos términos. Sin embargo, cuando quitó la tapa, encontró el barril vacío, completamente drenado. Un retumbante eructo casi destapó los oídos de los incautos padres, seguido de risas pequeñas y malévolas.
Plan B: Otra cosa por lo que los duendes sienten fascinación es por la sensualidad humana. Mosqueado por perder la jarra de manera tan inocente, el capitán hizo uso de sus contactos y recurrió a la radio del barco para conseguir prostitutas y gigolós, según sea la fantasía del momento de un duende cachondo en la Noche de Año Nuevo. Eran profesionales VIP: bien vestidos, perfumados, y tonificados; es decir, monumentos al deseo por la carne. Difícil resistirse.
Dejaron al grupo fogoso en el mismo despacho de Papá Noel, con música, juguetes, y algo más de licor. Sería una fiesta increíble. Eso sí, cerraron la puerta con llave antes de salir; no estaban dispuestos a ser parte de la perversión de la que cuidaban la inocencia de los niños; aunque más bien creo que se alejaron por miedo a quedarse disfrutando en ese lugar pecaminoso. Ni siquiera se contentaron con mirar los fuegos artificiales por el cambio de fecha. Eran padres comprometidos con su tarea.
La fiesta aún continuaba a la mañana siguiente cuando abrieron la puerta. Un espectáculo de lo más sórdido hasta para un actor porno. Los juguetes y muñecos inflables se movían solos, al ritmo de la pasión, abusando de quienes se suponían iban a brindar placer. De hecho, Úrsula, la más vieja del grupo, nunca olvidó todas las formas en que una mujer podía ser penetrada por una legión de muñecos inflables como si fuera un queso atravesado por mondadientes.
Zelma estalló en cólera.
—Pásenme sus billeteras.
Extrajo los billetes y los colocó dentro de la suya con la concentración de una atracadora con oficio. Luego, dejó la cartera abierta en el suelo de la fábrica y, con un arpón prestado del mismo capitán, apuntó sin sacar el ojo de la mira a modo de estatua.
—¿Qué pretendes? —preguntó Larry, un idiota poco creativo y con una obsesión inexplicable por los suéteres ridículos y los relojes brillantes. Todo el grupo sabía que su mujer envió a ese mequetrefe.
—Lo que más les gusta es el dinero —respondió Zelma más hacia sí misma que al mangoneado que molestaba a su lado.
—Nadie viene tras él.
Zelma apretó los dientes.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no pruebas con cosas brillantes?
—¿A qué te refieres?
—Un montón de papel no tiene valor al lado de rubíes o diamantes —Larry mostró su muñeca libre—. A mí me robaron el reloj de oro mientras dormía.
Exacto. Los billetes, así como el dinero virtual, no significan riqueza; son su representación. A los duendes les gustaba el oro, el brillante; lo que en época de pobres se pudiera intercambiar por algo tangible. Ella misma había visto cómo desaparecía la moneda cuatro días atrás.
La epifanía le dio una idea de lo más malvada y cleptomaníaca para atraer a sus esquivas presas.
—Si fueras un duende —preguntó Zelma—, ¿dónde esconderías tus riquezas?
Todos los duendes ocultaban un tesoro al final del arcoíris, ¿no? Robar eso para un ente cuya moralidad siempre había estado conducida por la riqueza, era una idea impura, digna de las brasas del infierno.
Bajo aquella premisa, los padres comenzaron la minuciosa búsqueda. Los duendes transpiraron por la desesperación. Había tres madres en el grupo, y las madres siempre saben dónde están las cosas. Un hechizo más poderoso y útil que la simple magia infinita de un grupo de malévolos duendes navideños.
Lo encontraron en la mañana del quinto día: Un enorme baúl oculto del tamaño de una barca enterrado en el establo. La pista determinante fue un cerro de herraduras para los renos. Los duendes odiaban la suerte y, tanta fortuna junta no podía ser una coincidencia.
El asunto se volvía cada vez más extraño, ¿por qué los duendes esconderían su tesoro de ellos mismos? ¿Acaso necesitaban proteger sus riquezas de su propia ambición?
Entre todos abrieron el cofre para desenmarañar el secreto. El brillo del oro acumulado durante años podía verse desde el espacio; sin embargo, solo fue un instante breve antes que Zelma volviera a cerrar la caja. Un centenar de pequeñas alimañas verdes, deformes y de orejas puntiagudas los rodeaban como matones de la mafia dispuestos a disparar a la primera intención de sublevarse. Nisse, su líder, un duende tan barbón y rechoncho como Santa Claus, se acercó al preciado botín.
—Por fin, el fruto de nuestro trabajo; y la liberación definitiva de las garras de ese pedófilo bribón.
Zelma lanzó las herraduras otra vez encima de la tapa del baúl antes de que los duendes pudieran poner las manos sobre su fortuna. El centenar de ojos rojos y brillantes, de poblados ceños fruncidos y arrugas surcadas por la ambición, atravesaron el corazón de aquellos cultores de la pureza. Los penetraron completamente de miedo, de forma tal que nunca jamás volverían a tener pensamientos inocentes.
—Lo que acabas de hacer —dijo Nisse— no tiene perdón para ninguno de los dioses de esta dimensión.
Seis de enero, Pascua de Reyes. El duende supremo chasqueó los dedos y el mundo cayó bajo la sombra de una magia cargada de odio. Y los juguetes horribles que habían asombrado a todos ahora cobraban una existencia más horrorosa que la apariencia que los hizo famosos.
Los controles de las consolas de videojuegos se convirtieron en manos gigantes que operaban a los jugadores para divertirse con ellos. Los usaron en todos los modos: pelea, tenis, fútbol y hasta robos de autos organizados con lenguaje vulgar y hip-hop. Los muñecos se desprendieron de la ropa, se pasearon en las esquinas y ofrecían indecorosas propuestas a cambio de riquezas. Incluso a los perros les cobraban en croquetas, y hubo algunos que aceptaron. Los trenes de juguete se paseaban como termitas, horadando las paredes de las casas y haciendo colapsar las estructuras; y los soldados de plomo armaron una batalla interminable entre ellos, sin importar los daños colaterales que dejaban al interior de los hogares. La guerra es guerra, y en ella todo se vale.
De hecho, y hablando de violencia, las pistolas de agua se recargaron a sí mismas con drogas líquidas. El mundo se convirtió en un lugar alucinante para los niños que se disparaban unos a otros, inmersos un viaje de dimensiones ocultas y brillantes, propias del ambiente de una disco. Intentar controlarlos fue una locura para sus padres quienes, finalmente, acabaron por dispararse a sí mismos con el objetivo de no sufrir la impotencia de no poder controlar a sus hijos. Fueron las mejores vacaciones familiares.
Tan enojados estaban los duendes que hasta las galletas de Navidad (que ya no eran de jengibre y anís, sino de mierda podrida) cobraron vida y atrajeron la curiosidad de los niños cuando caminaron juntas a las plazas de las villas. Allí celebraron rituales de sacrificio y mutilación con gran escándalo, en honor a los dioses-galleta. Un espectáculo innombrable que indujo escalofríos hasta al mismo Diablo.
De vuelta en el Polo Norte, los duendes, desatados por su furia, persiguieron a los padres con sus juguetes inmorales hasta que los arrinconaron como rehenes en la bodega mágica. Los torturaron con cientos de imágenes viscerales, de la peor inmoralidad jamás concebida. Y no aflojarían el martirio hasta que alguno de ellos dispusiera sacar las herraduras para dejar libre el acceso al tesoro por el que tanto tiempo habían esperado.
Santa Claus los chantajeó durante más de un milenio. Solo la codicia los hizo mantenerse allí. De otra forma, ¿cómo se explica que tantos duendes quieran trabajar en honor a la alegría de los niños sin exigir nada a cambio?
Zelma, la única mentalidad que conservó la cordura y la dignidad en el grupo, hizo el sacrificio de salir a quitar las herraduras con la promesa de que nadie la siguiera. Como no les quedaba más que confiar, los duendes la dejaron en paz. Sin embargo, tras diez minutos se había esfumado. Las herraduras seguían ahí.
—¡Bah! —se burló el capitán—. Y nosotros éramos los ilusos.
Traicionados otra vez, decidieron tomarse las cosas con relajo pues, obviamente, la estrategia del horror no había dado resultado. Además, vendrían más humanos una vez se supiera del tesoro, por lo que asesinar a los padres no suponía una buena idea. Mantenerlos de rehenes les aseguraba una negociación por su supervivencia frente a idiotas que por dinero estaban dispuestos a enfrentar al Mandinga, con la ilusión ridícula de zafar de la paga.
No, para los duendes, la codicia justificaba su paciencia. Y la codicia sería la que los liberaría de su sufrimiento. Sin embargo, con lo que no contaban aquellas pequeñas alimañas era que las personas, una semana después, estaban más cercanas al odio que codicia.
El periódico más prestigioso del mundo publicó un reportaje con el testimonio de Zelma, su desafortunada aventura en el Polo Norte, y el origen de la terrible Navidad. Las hojas hablaron de duendes, de juguetes malvados, de la muerte de Santa Claus y se dedicó a inferir, con afán cizañero, la supuesta relación que tenían los duendes con el deceso del barbón.
La gente no necesitó muchos argumentos para creer en la palabra de una esotérica. El caos de los juguetes los cabreó a todos y, cuando las personas están enojadas, solo se necesita odiar. Así, con un enemigo en común y mucho rencor acumulado, fue fácil conducir a las personas para que tomaran sus periódicos y viajaran al Polo Norte a acabar con el problema.
Sin duda, el odio es el recurso político más usado en estos tiempos gracias a su efectividad. Motiva a la acción.
Los energúmenos aparecieron un día martes 13 con las antorchas encendidas. Prenderían fuego a la casa sin pensar en que los padres permanecían secuestrados en el interior. Solamente había que quemar. El odio es tonto, y jamás se detiene a analizar antes de ser satisfecho por acciones de desadaptados. Para algunos es una actitud más digna de justificación que de culpa.
Los duendes, a sabiendas de la reactiva estupidez humana, abrieron la puerta y caminaron junto con los rehenes amarrados hasta quedar al frente de la horda enfurecida. Apagaron las antorchas con un chasquido de dedos para asegurarse de no ser dañados.
—¡Son unos inmorales! —gritó alguien por ahí —¡Asesinaron a Santa!
—¿Me hablan ustedes, hipócritas? —Nisse se paseaba furioso, como en un discurso de guerra—. Adoraron durante siglos a un viejo pedófilo obsesionado con los niños, y ahora dicen que no les gustan este tipo de regalos.
—¡Mentira! —Zelma se abrió paso entre el público— No tienes cómo comprobarlo.
—Lo probaría si los pobres chicos y duendes abusados no hubieran ido a parar a los juguetes con los que ustedes crecieron.
La gente calló. Reconocer que tienes las manos salpicadas de sangre inocente debe ser algo difícil de asimilar. Algunos gimieron de horror.
—El viejo obtuvo la paga —insistió Nisse—. Nos merecemos nuestra parte.
—¡Solo piensas en el dinero, insensible hijo de… hada! ¡Mira lo que le diste a mi niño! —una furiosa mujer de cuartenta y tantos, una flacucha llena de bisutería que usaba tacos hasta para andar en la nieve, levantaba el hacha de juguete que había llegado como regalo de Navidad—. ¿Quieres que mate a alguien? ¿Quieres que te pague por eso?
Nisse apareció junto a ella.
—¿Me dijiste insensible? ¿Probaste el hacha?
La mujer, como si hubiera visto al Diablo en esos ojos rojos, no supo qué responder.
Nisse le arrebató el hacha de las manos y le propinó un hachazo medio a medio en la cabeza. Cuando retiró el arma del cráneo, con cierto esfuerzo, la sangre salpicó a todos lados. Sin embargo, la mujer aún vivía. De hecho, se tocaba una y otra vez el rostro, incrédula de que aún pudiera seguir respirando ilesa después de semejante impacto mortal.
—Fue divertido, ¿verdad?
—¡No! —contestó Zelma en tono de juicio.
—¿No? —Nisse apareció frente a la esotérica—. Los hemos seguido durante siglos y descubrimos que, sí, la inmoralidad sí los entretiene. ¡La practican en todo momento! Juegan a la guerra con pistolas de pintura, simulan el suicidio en bungee o paracaídas, arman películas para adultos con sus ídolos cachondos, y hasta elaboran experimentos extraños jugando a ser dioses. Todo lo documentan y lo ven, una y otra vez. Incluso lo fantasean, lo escriben y lo vuelven a mostrar en el cine. Admítelo: les encanta. ¿Por qué de pronto ya no les parece tan divertido?
Zelma resopló de rabia.
—Nunca tendrás tu dinero.
—Alguien más vendrá por él. Pero, por lo visto, ustedes no.
Y el duende supremo, cabreado de la tozudez de los padres, levantó las manos para chasquear los dedos y asegurar el fin del problema cuando escuchó:
—¿Cuánto por el hacha?
Nisse quedó con la mano en el aire. Uno de los hombres miraba el arma con los ojos brillantes de excitación. La deseaba. Y como si un destello de luz hubiera atravesado sus inmorales consciencias, los duendes se enardecieron con la perspectiva que la simple propuesta de un entusiasta significaba.
—Tengo algo mejor.
Nisse chasqueó los dedos. Todos tenían un arma en sus manos.
—La casa invita. ¡Les prometo que se divertirán!
El hombre recibió el mejor regalo del mundo. Le metió un tiro en la cabeza a Zelma sin ningún remordimiento. Ella cayó al suelo y se incorporó de inmediato. Otra mujer, ofendida por la cobardía, apuntó y disparó de vuelta al hombre con el mismo resultado. Hubo a quienes decidieron tomar partido y también apretaron el gatillo. Así empezó la guerra. Los padres cultores de la inocencia intentaron acabar con ese juego cruel, pero los rechazaron a punta de balazos. Al final, terminaron participando en lucha campal con más ganas de quitarse la frustración al no poder cambiar la situación que con intenciones de acabar con el problema.
Zelma debió haber baleado más de la mitad sin ninguna compasión.
Años después, los duendes instalaron oficinas comerciales en todos los continentes, incluyendo fábricas en China e India. Fueron un éxito. Es más, desde ese año abrieron el «Rainbow Pot Bank», mientras sus gerentes y creativos discutían cuál sería la tendencia de los juguetes para la temporada de Navidad.
La moda de ese año eran las torturas con cera. Los niños corrían felices con la mitad de la cabeza afeitada a punta de tirones dolorosos, pero divertidos.
Nisse, presidente del Golden Goblin Group, celebraba alegremente junto a otros duendes en una piscina llena hasta el borde de champaña. Reían sin parar en sus cuevas repletas de dinero, poder y, lo más ansiado, libertad.
—Lo único que teníamos que hacer era convencerlos de que eran felices.
Es lo que tiene la Navidad. Solo continuaron la tarea del viejo, pero a su estilo.