Artículo que representa mi pensamiento e interés como artista. No pretende herir a nadie. Estar en desacuerdo también es válido.
Aarón Jesús
La ola de odio proveniente del fanatismo amenaza con destruir al mundo como lo conocemos. Y es triste porque, fundamentalmente, el fanatismo yace escondido con vileza tras las buenas intenciones.
Mira cómo se destripan todos los días por redes sociales. No me cabe duda de que todo quién expresa su opinión tiene buenas intenciones tras su palabra. Al menos, la mayoría; sobre todo en estos tiempos que son de oro. Tenemos la oportunidad para transformar las cosas, de revelarnos contra la discriminación y cambiar los abusos por buenas obras. Sin embargo, parece que no hay más expresiones que el insulto y la burla; una suerte de mecanismo ridículo para ejercer la supremacía de pensamiento. Están tan convencidos de tener la razón porque siguen un camino que les conforta, que les otorga paz a cambio de repetir y repetir mil veces el mismo mantra sin cuestionar. Sin razonar. Demostrando su ignorancia con el prójimo.
La creencia (sea ideología o doctrina) termina tomándose las mentes como esclavas para sembrar su camino gracias a la impotencia y el odio. Crea a los fanáticos para sobrevivir.
Caldo de cultivo para el fanatismo
Personalmente, considero que un fanático es una persona que se obsesiona con una cosa que le hace un sentido tan profundo que siente que forma parte de ella. En otras palabras, el motivo de su fanatismo es parte sensible de su identidad, su reflejo. Ese sería el motivo por el cual actúan con una fe ciega, sin cuestionamientos, pues todas las respuestas las encuentra dentro de su creencia.
La forma en cómo se llega a ser fanático puede ser variada. Algunos argumentan que la incidencia del fanatismo es un asunto de desequilibrio mental y social. En lo que he podido ver, el sentido común infiere que tal desequilibrio predispone a las personas a seguir una ideología cerrada para tener algo a qué aferrarse cuando todo alrededor parece estar en caos.
Pensar es difícil; por ende, cuestionar también lo es. Y en tiempos de sobre estimulación e intensos ritmos de trabajo, las personas no tienen tiempo para cosas difíciles. Reír, llorar, odiar; sentir es más fácil. Así es como terminamos entregados a nuestras emociones antes de saber el por qué están ahí.
Imagínate vivir en un estado emocional negativo e intenso (ausentismos, maltratos, necesidades) o en la amargura por la indignación acumulada ante tantas injusticias. Las emociones se desbordan y el dolor nos vuelve egoístas, obtusos, llenos de impotencia por no lograr cambiar la situación a tiempo o de la forma en cómo la necesitamos. Para conservar la esperanza es necesario creer en algo: una ideología, una doctrina. Y cuando se encuentra, uno se aferra con fuerza para continuar el camino lleno de convicción. Al menos, da un motivo para seguir viviendo.
La creencia, sea ideología o doctrina, satisface el sentido de justicia, otorgando un nuevo equilibrio al alma desdichada. Además, la doctrina está tan bien elaborada que parece tener un sentido interno muy intenso para el fanático. Ataca en el fondo de su corazón, sacando a relucir sus experiencias más dolorosas, envolviéndolas en un bálsamo de esperanza. Todos los dioses prometen la vida eterna.
Así, sin darse cuenta, el fanático adquiere un compromiso con la creencia así como tiene un compromiso con su propia vida. Gracias a esa promesa de paz interior, su comportamiento estará sujeto a lo que la ideología o la doctrina dictaminen.
Bajo este contexto, cualquiera que quiera manipularte solo tiene que hacerte sentir algo intenso. Es el truco de los medios de comunicación, la publicidad y los operadores políticos de cada región.
Para lograrlo, te instruyen para adorar al «ídolo» o a la «biblia» sin que te des cuenta. Usan de todo: ficción, arte, comerciales, noticias, propagandas, comunicados, discursos, etc. Toda manifestación es un intento de manipulación, una forma de introducir en tu cabeza esa idea que te hace reaccionar. Mientras más emotivo sea el mensaje, mientras más lo sientas, más hondo se fijará en tu consciencia y más decidida será la acción.
Ese es el botón rojo: la identificación con la causa.
Eso explicaría por qué el fanático persiste en sus creencias a pesar de verse enfrentadas a sus contradicciones. El fanatismo es parte de su interior. Desapegarse o cuestionar alguno de sus credos es muy difícil, pues supone una negación de la propia identidad. Es por eso que los grupos políticos, escondidos tras las «juventudes», buscan capturar adherentes a los liceos o en los primeros años de universidad, donde los cerebros aún se están formando. Una vez adentro, la pudrición jamás será purgada; deshacerse de las creencias vitales arraigadas supone desaparecer y, eventualmente, morir.
Fundamentalismo irresponsable
La ideología de un fanático es parte de su existencia. Es una dicha muy grande encontrar un propósito en la vida y es necesario compartir esta iluminación con todos. Mejor dicho, es necesario que todos la comprendan y la vivan como el fanático la vive.
No obstante, no tienen las mismas experiencias ni las mismas formas de razonar. Como colores hay opiniones. Y cuando el fanático se ve enfrentado al contraste de pensamientos, no hay buenas reacciones. El fanático ve a su creencia como algo personal, algo que duele y, cuando se meten con ella, ser requiere paciencia y mucho valor moral para no reaccionar negativamente a los cuestionamientos que involucran la identidad del propio ser.
Están tan involucrados con su «verdad» que se sienten con el derecho de denigrar, aislar, banalizar y maltratar violentamente a los demás sin sentir ninguna culpa de sus propios actos. «Ellos empezaron». Y la ideología, gracias a su sentido de justicia, incita este comportamiento en los fanáticos. Los libera de las responsabilidades al estar cumpliendo con su deber. De la misma forma, los libera de la tortura de cuestionar si lo que hacen es correcto o no.
Así actúa el totalitarismo de la moral. No le importa nada, salvo algo tan ridículo como la moral.
Esta incapacidad de razonar es lo que vuelve a los fanáticos tan peligrosos y nocivos para el ambiente. Se convierten en holgazanes mentales. No cuestionan lo que hacen. Venden sus cerebros a la ideología, al motivo de su fanatismo, prefiriendo que otros piensen por él.
Decepcionante. Entiendo que pensar puede ser extenuante y, sobre todo, doloroso en momentos de debilidad y vulnerabilidad. La mente te traiciona. Sin embargo, nunca deja de ser triste que un ser humano, inteligente por naturaleza, derroche su propio cerebro sencillamente porque no quiere pensar. Que otro maneje tu vida es, sencillamente, una irresponsabilidad personal.
Lo peor de no razonar es que un fanático ni siquiera es capaz de atender a las necesidades afectivas de su entorno. En concreto, de los suyos. No acepta, no empatiza. No ama. se vuelve un ser egoísta completamente entregado a su propio capricho y los demás deben, casi por la fuerza, pensar igual. Su extremada pasión al opinar o actuar sobre diversos temas, a menudo, sin contar que sus actos generan consecuencias que provocan dolor o incitan al odio. El odio se responde con odio; y la violencia, con violencia. Es contagioso. Una bola de nieve que jamás deja de crecer y que, al final, nos afecta a todos.
La rentabilidad del discurso de odio
El fanatismo facilita el control mental de las masas, pues el odio puede ser muy útil para quien sabe cómo desencadenar y conducir el impulso de la rabia.
¿Te imaginas una escena o noticia donde ahogan gatos para sacarles la piel? ¡Es horrible! El bando verde promete acabar con los maltratos a los animales y visibiliza el problema con una gran publicidad. Cualquier fanático de los gatos se pasaría a su bando pues, ¿cómo alguien no los apoyaría?
Ahora imagina que el bando verde culpa al bando azul de apoyar a los asesinos de gatos. Incluso, se las arreglan para vincular al gaticida con ese bando con el mayor de los sentimentalismos. La gente, furiosa por la sorpresa, se lanza en contra de los azules sin siquiera dar una oportunidad a réplica, pues solo hay rabia en el interior por una situación que merece justicia. Y eso que ni siquiera nos hemos detenido a comprobar la culpabilidad del bando azul en el gaticidio.
Son técnicas para señalar la maldad en el individuo. Ni siquiera nosotros, como creadores de historias, podemos señalar con tanta libertad sin tener pensar en las consecuencias de colocar actos deleznables en sujetos deleznables para explicar una situación deleznable. Y estás en contra o, extrañamente, a favor. No hay punto medio.
La rabia es tonta. Así es como te manipulan para que estés a favor o en contra de algo. Las emociones reactivas te someten en un fundamentalismo obtuso, irresponsable, que polariza a las personas en dos bandos eternos e inexistentes de amigos y enemigos.
Los amigos no solo son aquellos que están de acuerdo con nuestro punto de vista, sino que también son aquellos que odian a quienes no comparten nuestras creencias. Hacen comunidad hermanados en el odio más que en la construcción. Adquieren valentía en el apoyo de sus pares para atacar y destrozar en nombre de una justicia parcial, irreflexiva.
Como es de esperarse, los enemigos deben ser convertidos o destruidos para mejorar el mundo. Son tan odiados como temidos. Son una amenaza para el mundo que solo los fanáticos (y sus gurús) pueden comprender.
En el odio, aquellas entidades manipuladoras te pasan a su bando sin que te detengas a pensar realmente en qué sucedió: si fue una broma, una mentira o la obra de un loco psicópata que, independiente de su bando, habría encontrado cualquier excusa para matar gatitos. Te llenan de odio y lo encauzan. De esa forma se aprovechan para obtener poder y recursos a través de la generosidad y unión de los fanáticos. El objetivo es acabar con la maldad en este mundo, y con los gaticidas.
Así, el monstruo del fanatismo crece todos los días un poquito en la mente de todos, volviendo rentables los chismes. Algo preocupante si consideramos que quienes están llamados a erradicar estas malas conductas ─que otrora produjeron desunión y guerras civiles─ no buscan que desaparezcan sino todo lo contrario: necesitan de los discursos de odio para obtener buenos dividendos.
la lucha contra el fanatismo
En tiempos de democracia todos deben ser escuchados, tal y como debería ser siempre. De hecho, leí una frase que dice:
«La salud de la democracia se mide en cómo las mayorías tratan a las minorías».
Bajo este contexto es correcto alegar tolerancia, pero no cuando se busca insultar o dañar deliberadamente al otro. Así es fácil alegar tolerancia para un comentario o actuar lleno de intolerancia y sesgo ideológico.
El mundo se basa en el equilibrio. No se puede ni se debe ser tolerante con los intolerantes. Es necesario dar la lucha al cultivo del fanatismo.
Nada de fácil. Así como «no hay peor ciego que el que no quiere ver», el fanático no notará su error ni se cuestionará jamás lo que dices hasta que no hagas algo que hacen los mismos entes manipuladores: llegar a su corazón.
La parte a continuación se llama: «estrategias para enfrentar a los fanatismos», según Aarón Jesús de la Cerda. Gracias, gracias. No se molesten.
En primer lugar, contar historias es, quizás, la mejor estrategia. La narrativa ha sido fundamental desde siempre para prevenir los errores de una forma que todo el mundo pueda comprender. Además, ¡es entretenida!, razón por la cual elaborar ficción de calidad se vuelve fundamental. Una ficción equilibrada, responsable, que demuestre la complejidad de la vida y que permita a los demás razonar sobre lo que sucede sin convertirse en un panfleto.
En segundo lugar, es necesario incentivar el uso de normas comunitarias que promuevan la tolerancia. Y cuando me refiero a «incentivar», me refiero a usar tanta pasión como la usan los fanáticos para predicar. El mejor ejemplo lo constituyen los grupos de fanáticos en torno a la ficción, pues sus normas colaborativas se han convertido en un eje fundamental de la convivencia en armonía. Que los mismos fans de la ficción promuevan esta tolerancia, frenando los afanes intolerantes del fanatismo ha dado excelentes resultados en comunidades grandes que han sabido mantenerse sanas sin arruinar la fiesta a nadie.
Por eso os quiero, os amo, os adoro.
En tercer lugar, una estrategia a largo plazo contempla un cambio estructural en el sistema educativo; uno que enseñe la empatía como un pilar fundamental en su base educativa. Que todas las personas tienen una forma particular de vivir sus propias experiencias; que todos sufren, que todos sienten. Que todos cuentan. Que cada opinión refleja quienes son y que es necesario que puedan manifestarse y discutir sobre qué está bien y qué está mal, basados en la experiencia, en la memoria y en el bienestar de todos los que te rodean. Que tengan la capacidad de ponerse en los zapatos del otro y razonar si es eso lo que quisieran en sus propias vidas.
«Amar al prójimo como se ama a sí mismo».
Por último, la clave para caer presa de los fanatismos es cuestionar. El mundo sigue siendo un lugar injusto. El dolor nos vuelve egoístas, la razón se extravía; y terminamos olvidando un principio fundamental para el entendimiento universal: la capacidad de escuchar, comprender y sentir empatía por el prójimo, aún cuando no piensa como nosotros. O, mejor dicho, que no cree en lo mismo que nosotros. Por eso, ante cualquier provocación o estimulo, detenerse a respirar y pensar en el momento que empezamos a odiar puede hacer una diferencia considerable en la percepción de las cosas. Si uno revisa bien, el motivo del odio siempre tiene que ver con la experiencia personal y la impotencia de no poder resolver una situación que nos identifica. Pero no es con odio que el mundo cambia. Odio genera más odio; y la violencia, más violencia.
Los fanáticos no tienen idea de lo que hacen. Explica, argumenta y, si no resulta, comprende y reza para que esa pobre alma encuentre la iluminación antes de seguir dañando a otros.
Quizás, en la comprensión encontremos un verdadero entendimiento: que vivir libres y como iguales nos abre las puertas a un mejor futuro que vivir en la amargura del odio.